No aguantaba hasta el sábado, así que espero que disfruten esta última parte ♥
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Con abril asomándose tras el paso de los días, llegó una tarde en Toulouse donde las tropas británicas terminaban de instalarse antes de partir a la próxima batalla. Allí, en una de las carpas del campamento, uno de los escasos médicos que se había enrolado en el ejército terminó las respectivas curaciones a su paciente tras vendar adecuadamente la herida para que cicatrizara sin complicaciones o, al menos, eso era lo que esperaba puesto que apenas tenían los suministros suficientes para atender bien a los soldados heridos en combate. Eric, que mantuvo la mirada desviada desde que el doctor comenzó con el cambio de venda, apretaba la tela desgastada de su uniforme con aflicción, sin poder creer que esa sería su vida a partir de ahora, que él viviría de ese modo como un completo lisiado y todo gracias a la cortesía de su padre.
Eso sí, como es algo indudable, si es que lograba sobrevivir a la guerra y más cuando sus posibilidades de aumentar su esperanza de vida se habían reducido drásticamente.
“Debo encontrarlo” se dijo sin cambiar de posición, “debo encontrarlo y hacerlo pagar”.
—Muy bien, soldado. Ya terminamos. No se toque la herida o podría infectarse —dijo el doctor una vez terminar su labor, acomodando una muleta maltrecha junto a la improvisada camilla donde se encontraba el paciente—. Por si necesita movilizarse.
Eric no respondió y el médico, que tenía en mente en lograr salvar tantas vidas como pudiese, no se preocupó por esa falta de cortesía, sino que tomó sus implementos y se fue a atender a otro de los muchos soldados que se encontraban lesionados.
—¡Ha llegado carta! —se escuchó en medio del bullicio de sus compañeros a uno de los soldados que se hizo cargo en entregar las respectivas cartas a sus dueños. La mayoría esperó impaciente por su correspondencia, recibiéndola con ilusión ya sea que hubiese sido escrita por cualquier persona, puesto que era común que estas se perdiesen durante el trayecto. El soldado, que se había autoproclamado como el cartero, mostrando cierta confusión al leer el remitente de uno de los sobres, sólo se acercó al primer grupo que vio y se la entregó a uno de sus compañeros al azar—. Toma, suertudo.
—¿Y esto? —preguntó con curiosidad.
—Del amor de tu vida, ¿qué sabré yo? —y con esto, continuó repartiendo los escritos.
El afortunado, ignorando las burlas de sus dos amigos que le acompañaban, decidió leer la carta solo para saciar su curiosidad y, para su sorpresa, no se trataba de nadie que él conociera, es más, era probable que fuera de una jovencita ridícula que soñaba con ser la salvadora de todos ellos sólo por escribir sus buenos deseos en un simple papel. Junto a sus amigos, se burló de cada verso y el insulso apodo utilizado como firma que se le hizo de lo más tonto, tanto que terminó por arrugar la carta arrojándola en el instante en que fueron llamados para preparar los pocos suministros que quedaban.
Por fortuna o sólo una casualidad del mismo destino, el papel llegó hasta los pies de un hombre que, sentado en el suelo junto a la camilla de su buen amigo, prefería pasar desapercibido que tener que causar otra pelea con sus compañeros sólo por ser un poco diferente o por tener un poco de hambre. James Allen había cambiado mucho con el pasar de los meses en que se encontraba en pleno campo de guerra: estaba más delgado, tanto que se podía notar sus pómulos en medio de un gesto endurecido, oscurecido por los horrores que ha presenciado, tan poco animado que ni energía tenía para siquiera lavar su ropa en los pocos momentos que tenían para descansar, habiendo ocasiones en las que se cuestionaba si es que sería necesario seguir viviendo cuando la tortura y melancolía no parecía acabar nunca. Se recordaba ser un Allen, alguien que fue entrenado desde bebé para permanecer inmune ante el dolor, pero ¿hasta qué punto importaría ser un Allen si las ganas de morir parecían ser algo sumamente tentador?
Ni siquiera podía apoyarse en Eric, porque el joven tenía sus propios problemas con los que debería lidiar el resto de su vida. Tampoco se encontraba Andrew, pues le habían dado de baja cuando la fiebre lo dejó tan mal que todos lo creyeron muerto, así que se encontraba solo pese a que aun estaba al lado del pelinegro, pero ya ni siquiera una charla era algo que podría darle sentido a seguir respirando.
Intrigado luego de oír a sus compañeros reírse por una carta —y porque la que por fin pudo recibir de parte de sus padres lo dejó con mal sabor de boca—, tomó la bola de papel, la alisó con sumo cuidado de no dañarlo y la leyó para matar el aburrimiento que estaba sintiendo, encontrando en ese papel el oro que parecía fascinar a cualquier ser humano que buscaba riquezas incansablemente.
Por supuesto, no era oro real. Ni siquiera era oro falso. Hablaba sino de las palabras tan dulces y carismáticas que yacían plasmadas en la nota. Esos sujetos tenían razón cuando dijeron que debió de escribirlo una jovencita ingenua que no tenía ni idea por lo que ellos estaban pasando, pues les enviaba sus buenos deseos, que rezaba por los héroes en que se estaban convirtiendo al pelear por la patria y, dirigiéndose especialmente al destinatario, comenzó a relatarle sobre sus vivencias, describiendo un día tan trivial que podría vivir una jovencita como ella, relatando sus paseos, los aromas que había sentido, la textura al tocar el pétalo de una flor o los sabores que degustó al probar la cena de aquella noche, y aunque era algo que a cualquiera podría no interesarle, pronto James se vio imaginando cada cosa que ella contaba a través de sus palabras.
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Editado: 04.04.2025