El ambiente estaba impregnado de esa mezcla inconfundible de canela, abeto y nostalgia que anunciaba la llegada de la Nochebuena. Alba miró el reloj. Eran las seis de la tarde, y el mensaje de Cloe había llegado hace media hora: "Te esperamos a las ocho. Nada de excusas. Trae tu sonrisa." Aunque la invitación le había alegrado el corazón, el miedo a ser una intrusa la había mantenido dudando hasta el último momento.
Finalmente, venció su propia resistencia. Agarró su abrigo más bonito, revisó su reflejo en el espejo, y asegurándose de llevar su pequeño relicario colgado al cuello —ese que siempre había sido su refugio y su enigma—, salió rumbo a la casa de los suegros de Cloe.
Cuando llegó, fue recibida con un cálido abrazo por su amiga, cuya risa burbujeante llenó el vestíbulo. —Ven, te están esperando —dijo Cloe, llevándola hacia el corazón de la casa, donde la mesa ya lucía un festín de colores, aromas y promesas de una noche especial.
La familia de Mario, que resultó ser mucho más acogedora de lo que Alba había imaginado, la recibió con sonrisas sinceras y miradas cálidas. Mario presentó a sus padres, Cristina y Alejandro, una pareja cuyo amor y complicidad parecían llenar la habitación.
Mientras todos se acomodaban en torno a la mesa, Alba notó la presencia de un hombre que no conocía. Era Miguel, la mano derecha de su jefe Damien, que había llegado un poco tarde pero con el mismo entusiasmo que los demás. Era imposible no sentirse parte de algo mágico.
Sin embargo, a medida que la cena avanzaba, Alba sintió que Cristina no podía apartar los ojos de ella. No era una mirada inquisitiva ni agresiva, sino algo cargado de emociones contenidas. Alba trató de ignorarlo hasta que, en un momento de calma, Cristina encontró el valor para preguntar:
—Esa joya... ¿puedo verla?—. Su voz era suave, pero había algo en ella que demandaba atención. Alba dudó por un instante antes de asentir, desabrochando cuidadosamente el relicario y extendiéndoselo.
Cristina lo sostuvo entre sus manos con tal reverencia que hizo que todos se quedaran en silencio. Después de un instante que pareció eterno, miró a Alba con los ojos llenos de lágrimas.
—¿De quién era?— preguntó con un hilo de voz.
Alba tragó saliva y explicó con una mezcla de melancolía y valentía: —Era de mi madre. No la conocí, pero siempre me han dicho que esta joya le pertenecía.Mi abuela Margarita, que en paz descanse, me la dió la noche anterior a cumplir mi mayoría de edad.
El rostro de Cristina se contrajo ligeramente, como si luchara contra una emoción avasallante. Le devolvió el relicario y le dedicó una leve sonrisa antes de girarse hacia su esposo, que la observaba con preocupación.
—Cristina... —murmuró Alejandro, colocando suavemente una mano sobre la suya. Ella asintió, limpiándose discretamente las lágrimas antes de unirse a la conversación sobre los postres.
La velada continuó con alegría, risas y brindis, pero Alba no podía ignorar cómo la suegra de se Cloe, la miraba desde lejos, casi como si estuviera aspirando cada parte de su esencia, su historia, su ser. Había algo en esa mirada que se quedó grabado en su corazón.
Al despedirse, Cristina la abrazó como si se tratara de un gesto cargado de significados no dichos, mientras Alejandro bromeó con ternura: —Amor, no la abrumes tanto. Mañana tendrá que soportarnos otra vez en la comida de Navidad.
—Oh, eso espero —dijo Alba, sonriendo sin saber por qué se sentía tan conmovida por aquellas palabras.
Cloe la acompañó hasta la puerta. Antes de salir, le dio un apretón en la mano. —Más que bienvenida, Alba. Esto es solo el principio.
La noche había dejado un eco en el aire, como si algo mucho más profundo que simples palabras se hubiera puesto en movimiento. Y mientras caminaba de regreso a casa, Alba no podía imaginar, que el día de Navidad sería muy diferente.
Pasó el día de Navidad con ellos. Con la preocupación de la familia de que Damien y el pequeño Daniel no llegaban y no contestaban al teléfono, aunque la familia la recibió con calidez. Mientras colocaban los últimos detalles en la mesa, la madre de Damien la abrazó con mucho cariño.
—Me alegra tanto que hayas venido, Alba. De verdad, estás en tu casa —dijo la mujer, apretando sus manos con las suyas—. No sabemos qué pasa con Damien, pero seguro que aparecen pronto. Siempre tiene alguna excusa de último minuto.
La mesa está servida, pero apenas se escucha el tintineo ocasional de los cubiertos contra los platos. La comida, aún caliente, desprende vapor, pero nadie parece realmente interesado en comer.
—¿Ya deberían haber llegado, no creen? Se supone que salieron temprano de casa— dijo Cristina, mirando el reloj con ansiedad.
—Sí, se habrán entretenido, ya sabes como es—contestó Alejandro, intentando tranquilizar a su esposa.
— Tal vez se detuvieron a comprar algo de último momento… Aunque con este frío, espero que no tengan problemas en el camino — Intervino Mario, también con un semblante de preocupación.
—¿Y si le pasó algo? Damien siempre avisa si va a llegar tarde. Ya es raro que no haya mandado ni un mensaje—murmuró Teresa, mientras miraba su teléfono.
—Eso es lo que me preocupa hija.. No responde las llamadas, ni siquiera los mensajes. No es propio de él… Y menos con Daniel, con el niño, siempre tiene cuidado.