DAMIEN
La miré en silencio durante unos segundos, intentando ordenar mis pensamientos. Sabía que, una vez que comenzara, no habría marcha atrás. Las palabras que estaba a punto de pronunciar cambiarían todo entre nosotros. Pero Alba merecía la verdad. No sólo por lo que significábamos el uno para el otro, sino porque su destino estaba entrelazado con el mío mucho antes de que nos encontráramos.
—Camila… —empecé, con voz baja—. Se llamaba Camila. Fue la madre de Daniel.
Noté cómo Alba contenía el aliento, sus ojos clavados en los míos, expectantes.
—No era como nosotros —continué—. Camila era humana.
Un silencio espeso cayó entre nosotros. Alba no dijo nada, pero su mirada no se apartó de mí ni un instante.
—Nos conocimos cuando éramos niños. Iba a la escuela humana que la manada ayudaba a proteger. Camila tenía una sonrisa que iluminaba cualquier habitación. Era divertida, honesta… y me hacía sentir… normal. Sin presiones. Sin el peso del alfa sobre los hombros.
Respiré hondo antes de seguir.
—Cuando crecimos, nos volvimos inseparables. Yo… yo tenía miedo, Alba. Desde pequeño, mi tío Sebastián —el hermano de mi padre— me llenó la cabeza de ideas. Me decía que encontrar a tu alma destinada era una maldición. Que el vínculo era una prisión que te ataba de por vida, que podía destruirte si la otra persona te rechazaba o moría. Él… tenía una forma de hablar que te hacía creer que lo decía por tu bien.
Apreté los dientes. Aún recordaba esas conversaciones oscuras, llenas de veneno disfrazado de preocupación.
—Sebastián era como una sombra en nuestra familia. Siempre estuvo a la derecha de mi padre. Siempre aconsejándolo, siempre manipulando, aunque nadie lo notara. Mi madre desconfiaba de él, pero mi padre… él lo admiraba. Y yo, como buen hijo del alfa, también lo escuchaba.
Alba frunció el ceño, sin interrumpirme.
—Cuando Camila y yo crecimos, decidí hacer con ella lo que tantos otros hacían: un vínculo elegido. No era mi alma destinada, pero la quería a mi manera. Y ella me amaba con todo su corazón. Ella sabía lo que yo era, y aceptó vivir entre nosotros, bajo nuestras reglas. Fue valiente, más de lo que muchos en la manada le reconocieron.
Tragué saliva. La herida, aunque vieja, aún ardía en mi pecho.
—Fueron años felices. Nos respetábamos, nos cuidábamos, y cuando Daniel nació… pensé que todo tenía sentido. Que mi elección había sido la correcta.
Me detuve por un segundo, cerrando los ojos.
—Hasta que murió. Un accidente de coche. Rápido, brutal. Me arrancaron a mi compañera y a la madre de mi hijo en un parpadeo. Y todo lo que Sebastián me había dicho… cobró forma. El dolor fue insoportable, incluso sin tener un vínculo destinado con ella. Pero me asustó aún más pensar en cómo habría sido si lo hubiera tenido. Si lo que sentía por ella hubiera sido multiplicado por mil.
Abrí los ojos, mirando a Alba con sinceridad.
—Así que me cerré. Me convencí de que Sebastián tenía razón. Que debía protegerme, proteger a Daniel… y a la manada. Y entonces, cometí el segundo error más grande de mi vida: intentar forjar un nuevo vínculo con alguien que no amaba.
Hice una pausa. Sabía que esa parte le dolería, pero necesitaba que entendiera todo.
— Con Rosana —dije su nombre, y vi cómo Alba contenía ligeramente el aliento—. Sé lo que representa para ti. Y no voy a defender lo indefendible. Pero necesito que entiendas por qué tomé esa decisión.
Me levanté del sofá, caminé unos pasos frente al fuego y luego me detuve, con la mirada clavada en las llamas. Aún podía sentir el eco de esos días, el vacío, la presión constante.
—Después de perder a Camila, me sumergí en mi papel como alfa. Dejé de lado lo que sentía, mis heridas, y me volqué en asegurar que Daniel creciera fuerte, seguro… que la manada no notara cuánto me estaba rompiendo por dentro.
—¿Por qué Rosana? —preguntó Alba con voz suave, aunque firme.
Asentí despacio.
—Rosana era… es la loba más fuerte de la manada. Siempre lo ha sido. Valiente, feroz, leal a su manera. Todos la respetan. Y Sebastián… —dije su nombre con una amargura que no pude evitar—, él la apoyaba. Me insistía en que una unión con Rosana reforzaría mi posición como alfa. Que el linaje estaría asegurado, que ella era una buena opción para criar a Daniel. Era todo lógico, estratégico… y completamente vacío.
Cerré los ojos un segundo, dejando escapar el aire que me quemaba por dentro.
—Lo intenté, Alba. De verdad. No había amor, no había vínculo, no había pasión real. Pero ella me ofreció algo que en ese momento pensé que necesitaba: estabilidad. Control. Seguridad. Y, aunque jamás sentí por ella lo que sentí por Camila, ni remotamente lo que tú me haces sentir… traté de convencerme de que funcionaría.
Me giré hacia Alba, que seguía sentada, sus ojos oscuros fijos en los míos, abiertos de par en par, intentando sostener la marea de emociones que seguramente la atravesaban.
—Ella quería más. Siempre quiso más. Se aferró a la idea de ser mi Luna como si fuera un derecho adquirido, no una elección de resposabilidad. No porque me amara, sino porque veía en mí una posición, un título, una conquista. Y yo… —respiré hondo, sintiendo la vergüenza quemarme por dentro— fui cobarde. No la frené a tiempo. No fui claro.