Estocolmo no olía a pan recién horneado como mi Puebla. No olía a nada, en realidad. Era como si el aire aquí estuviera hecho de silencio y cristales empañados.
Me ajusté la bufanda en el cuello —una que compré en rebaja y que ya no olía a mí, sino a humedad y resignación— y empujé la puerta del café con el hombro. Tenía los dedos entumecidos por el frío, y el viento nórdico se metía como cuchilla por cualquier abertura de la ropa.
Adentro, el calor me golpeó con una mezcla de espresso, pan de cardamomo y música jazz bajita. A veces me gustaba pensar que trabajaba en una postal. Pero la fantasía se deshacía en cuanto uno miraba el reloj: dos turnos seguidos, propinas casi nulas, y un jefe que me trataba como si estuviera haciéndome un favor por dejarme lavar tazas.
EL día se me había ido volando. Me había ido a casa a descansar luego del turno de 4 horas en la mañana y ahora, dos de la tarde, aun sin comer porque perdí la noción del tiempo, y acabé llegando tarde, ni siquiera he comido.
Una taza de café que pude tomarme a las seis de la mañana antes de Sali, con una galleta de avena que estoy segura estaba casi vencida.
—Hej, Clara —me saludó Sofia desde la barra con esa sonrisa apretada de quien sabe que todo se va a ir al carajo, pero todavía no—. ¿Estás bien? Pareces… pálida.
—Dormí poco —mentí—. ¿Qué mesa me toca? —contarle algo a Sofía era como comunicarlo a la prensa. Sofía tenía la facilidad de esparcir los chismes tanto como los supuestos periodistas de redes sociales. Sin investigar, sin estudiar, sin consultar fuentes; una foto, un comentario de alguien, la publicación de una historia falsa en otra cuenta, pero por tener la primicia o un par de likes, ahí los veías como papagayos repitiendo todo.
—La del fondo. Y la tres. Y la siete. Marko quiere que apures. Está de malas. Llegaste tarde. Te esperaba hace una hora. Se supone estarías antes de las 2.
Lo estaba siempre. Yo también. Pero ya había aprendido a sonreír sin que se me notara la hipocresía.
Marco era un hombre regordete con más representación libras migote que debía de recortarse desde hacía 2 años, pero que postergaba todos los días. La barba le llegaba casi a medio pecho y las ojeras de tanto alcohol y cigarro que consumía lo tenían como un mapache.
Ese hombre trataba mal a todos sus empleados y principalmente a su esposa era que me había dado, pues me había tomado pena.
Lo sé y no me avergüenza. Gracias a esto tenemos aquí sin tener que pasar hambre.
Así que siempre estaré agradecida con la señora Juliet por haberme dado la oportunidad.
De su esposo no tanto, ya que aprovechaba cada mínimo error para echarme en cara que yo no servía para su negocio y solo le hacia perder el tiempo.
Tomé una bandeja, me até el delantal y crucé el salón entre murmullos en sueco que no entendía del todo. Tenía una licenciatura en Biología Ambiental. Había trabajado en el Popocatépetl monitoreando especies en peligro. Pero aquí… aquí era solo “la mexicana que rompe cosas”.
—Varsågod —dije al dejar una taza de capuchino en la mesa del fondo, y entonces ocurrió.
Una bandeja mal equilibrada, un paso en falso, una taza volando en cámara lenta. El líquido caliente fue a dar de lleno contra el pecho de un hombre que acababa de entrar. Su abrigo claro absorbió la mancha como si lo estuviera esperando.
Era justo lo que me faltaba para comenzar bien el día.
—¡Fan också! —gruñó, sacudiéndose el abrigo—. ¿Qué clase de incompetencia es esta?
—¡Lo siento! ¡Perdón! No lo vi… Me resbalé con… no sé, fue un accidente.
—Un accidente sería que lloviera café del cielo. Esto es estupidez —me espetó en un inglés perfecto, aunque con acento nórdico—. Este lugar no debería estar haciendo caridad con camareras torpes.
Sentí el calor de la vergüenza subirme por el cuello. La mitad del café nos miraba. Tragué saliva.
Ya que mi sueco no era perfecto, tenía que obligarme a hablar en ingles, el cual por lo meno domino a la perfección. El sueco, luego de tres meses aquí he aprendido a entender un par de palabras.
Mas aun cuando en el bar-café todos, o al menos casi todos son clientes habituales.
Excepto el.
—Estoy trabajando —le respondí, sin levantar mucho la voz—. No es caridad. Es sobrevivencia. Ya le dije que lo siento. ¿Qué más quiere?
—No se nota —replicó él, con los labios apretados. Sus ojos azul grisáceo me escrutaban como si yo fuera una bacteria bajo su microscopio personal.
Sofia apareció justo entonces. No podría haberlo hecho en peor momento.
—Clara… eh… Marko dijo que... que ya no hace falta que termines el turno. De hecho… que ya no hace falta que regreses mañana tampoco.
Me quedé quieta.
—¿Cómo? —pregunté, aunque lo había entendido perfectamente.
Miré hacia detrás de Sofia y lo vi. El gordo y arrogante jefe, ese que se me había insinuado y su esposa lo había escuchado y obligado a contratarme.
Yo, desesperada, no pensé que fuese a ser tan difícil trabajar con él.
Yo necesitaba el empleo.
Y ahora em doy cuenta que sí, podía llegar a ser bastante difícil.
—Dice que estás distraída. Que te vayas a montar tu propio café si quieres seguir derramando tazas. No me mires así, Clara, yo no estoy de acuerdo, pero… él manda.
Me temblaron los dedos, y no solo del frío. Quise decir algo, pero la lengua se me hizo un nudo. Sabía lo que eso significaba. Sin empleo, sin nómina… sin sustento. Y, peor, con una visa que dependía de “hacer todo bien”.
El hombre del abrigo manchado me miraba aún. Ya no tan severo. Ya no tan frío.
—¿Siempre rompe cosas o solo los lunes? —dijo, con un tono más bajo.
—¿Siempre es un idiota o solo cuando le arruinan el abrigo? —le respondí antes de poder detenerme. —acabo de perder mi trabajo por usted. Cállese y déjeme en paz.
Él alzó las cejas. ¿Sorprendido? ¿Divertido? No estaba segura.