Un café en Estocolmo

Capítulo 2

A la mañana siguiente, abrí los ojos sin haber dormido del todo. Tenía esa pesadez en el cuerpo que no viene del cansancio físico, sino del emocional. Me senté en la cama y miré el techo blanco y aburrido del apartamento. Parecía más alto cuando llegué. Ahora sentía que se venía encima.

No encendí la calefacción. Era marzo, y aunque el hielo comenzaba a ceder, la primavera en Estocolmo no era generosa. Me puse doble par de calcetas y el suéter grueso que me regaló una clienta una vez, una señora sueca que decía que le recordaba a su nieta. No he vuelto a verla.

El desayuno fue un café frío y una rebanada de pan duro con mantequilla. No tenía hambre, pero tenía que parecer que tenía una rutina.

Metí los documentos en mi bolso: el pasaporte, la copia del contrato de trabajo —aún no vencido, pero ahora inválido— y la carta de la Oficina de Migración. Habían dicho que debían revalidar mi permiso de residencia en unas semanas. Y que debía demostrar que aún trabajaba. Que era útil. Que no era una carga.

La oficina quedaba a cuatro estaciones del metro. Iba repitiendo mentalmente la conversación que tendría. En sueco. En inglés. En español, para sentirme menos torpe.

—Acabo de perder mi trabajo, pero estoy haciendo todo para conseguir otro—Dije.

Al llegar, me senté en una de las sillas de plástico del lugar. Había otras personas esperando: madres con niños en brazos, hombres con cara de derrotados y ojeras eternas, dos chicas africanas riéndose bajito. Todos con carpetas, sobres, papeles. Todos igual de temerosos. Como si el aire mismo pudiera acusarnos de no pertenecer.

Me atendió una mujer rubia, de expresión seria pero no cruel. Le expliqué mi situación como pude.

—¿Cuánto tiempo ha estado sin empleo? —preguntó.

—Desde ayer. Pero… ya estoy buscando. Tengo contactos. Una oportunidad. Estoy bien de salud. Puedo trabajar en lo que sea.

Ella asintió, tecleando.

—Le recordamos que su permiso de residencia está condicionado a su contrato actual. Si no lo renueva o consigue uno nuevo en el plazo de treinta días, su situación migratoria se verá afectada.

—Sí. Lo sé. Pero por favor… ¿puedo dejar mis datos para que me notifiquen si hay vacantes… no sé, en hospitales, cocinas, limpieza…?

Ella me miró. No con desprecio, pero con algo peor: indiferencia.

—Esa no es nuestra función, señorita. Tiene que buscar usted misma.

Asentí. Reuní mis papeles, los metí rápido en el bolso, y salí a la calle antes de que se me aguaran los ojos. No quería que nadie me viera llorar.

Caminé sin rumbo por unos minutos. Terminé frente a un supermercado mediano, de esos que tienen más autos que personas. Entré, empujando un carrito vacío más por costumbre que por necesidad.

Compré lo mínimo: arroz, una caja de té, dos manzanas. Ni siquiera llevé carne. Al llegar a la caja, recé para que alcanzara con las monedas que tenía sueltas en el monedero. Alcanzó, apenas.

—Gracias —le dije a la cajera, y me fui con la cabeza gacha.

En la esquina, un hombre pedía limosna con un cartel escrito en sueco y mal inglés. Lo miré por un segundo. Él me miró también, y no supe si me vio como una posible ayuda o como una competencia. En ese momento, no me sentí mejor que él. Solo más silenciosa.

Cuando llegué al apartamento, el frío parecía haberse metido en las paredes. Me senté en el sofá con las bolsas en los pies y la cabeza entre las manos.

Saqué la tarjeta de Leanr. La puse sobre la mesa.
No era un salvavidas.
Era una posibilidad.
Y a veces, las posibilidades son lo único que queda.

El arroz ya hervía cuando me dejé caer en el sofá. No tenía hambre todavía, pero me gustaba cocinar, aunque fuera poco, aunque no tuviera a quién servirle. Me hacía sentir útil. Necesaria. Como en casa.

Y entonces me llegó el recuerdo.

Fue tan nítido como si alguien lo hubiese soltado en el aire, como si Puebla me llamara con una ráfaga de sol seco, con el olor del patio mojado después de lavar los pisos.

Teníamos doce, diez, ocho y seis años. Yo, la mayor. Renata, la siguiente, Nelly, la del medio. Sol, la pequeña. La que siempre dormía en mi cama porque tenía pesadillas.

Aquel día hacía calor. Mamá había salido a trabajar en la casa de la señora Elvira, planchando ropa ajena. Y nosotras teníamos la tarde libre. Pocas veces coincidíamos así. Nelly escuchaba música en la radio vieja del comedor. Sol jugaba con una muñeca sin brazo, y yo, fregaba el piso, porque ya entonces tenía ese impulso de limpiar cuando todo dentro de mí estaba desordenado.

—¿Por qué limpias si no hay visitas? —preguntó Nelly, masticando un pedazo de hielo.

—Porque estamos vivas, ¿no? Y si mamá llega cansada, al menos que vea la casa limpia. Hay que ser agradecidas con mamá. Mira todo lo que tiene que trabajar por nosotras.

Nelly rodó los ojos, pero no dijo nada más.

Sol vino corriendo, descalza, con los rulos despeinados y una sonrisa que solo los niños de seis años pueden tener.

—¡Clara, Clara! ¿Puedo ayudarte? Quiero jugar a que soy grande.

Le di un trapo.

—Vas a ser la mejor señora de Puebla, ¿sabías? Vas a tener tu propia casa, con una cocina enorme, como la de las novelas.

Ella asintió, tomándoselo en serio.

Esa noche, dormimos las cuatro en el mismo colchón. La televisión estaba baja, y mamá no llegó hasta tarde. Tenía los ojos hinchados y los pies cubiertos de medias para no sangrar. Nelly le trajo agua. Sol la abrazó. Yo me senté a su lado y le quité los zapatos.

—Algún día, yo las voy a sacar de aquí —dije.
—¿Y a mí también? —preguntó Sol.
—A ti primero —le respondí, tocándole la frente con un dedo—. Para que no se te olvide soñar.

Y ahí estaba la promesa. Años después, en otro país, en otro invierno, en otro idioma… ahí seguía. Como un ancla. Como un deber.




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