Unos golpes secos en la puerta me hicieron levantar la cabeza. Habían pasado apenas quince minutos desde que colgué la videollamada con mi hermana, pero ya el día me pesaba como si llevara semanas encima.
—¿Clara? ¿Estás ahí? Soy yo, Igna.
Me limpié la cara con la manga del suéter y traté de sonar más viva de lo que me sentía.
—Un momento…
Me arrastré hasta la puerta, descalza, con el arroz todavía enfriándose sobre la estufa y la tarjeta de Leanr brillando como una trampa sobre la mesa. Abrí.
Igna estaba ahí, con su gorro de lana y una sonrisa que no preguntaba si estabas bien, solo asumía que debías estarlo.
Su cabello estaba trenzado, era joven, quizá unos treinta y cinco o cuarenta, su sonrisa era cálida, no de esas que puedes contarle todo y no te juzgara, sino de esas que sabes que si le dices algo te observará fijamente y te hará centrar tus ideas.
—Hola, cariño. ¿Dormías?
—No, solo… estaba cocinando. ¿Ocurre algo?
—No. Bueno, sí. Necesito que me ayudes. Es solo por hoy.
La miré, frunciendo el ceño.
—¿Ayudarte con qué?
—Con una decoración. Me canceló una de las chicas que iba a asistir hoy y necesito una mano. Es para un evento de una empresa. Algo pequeño. Nada complicado.
Negué con la cabeza.
—No sé si sea buena idea. Igna, estoy… no estoy en mi mejor día.
Ella no se movió. Ni retrocedió. Solo alzó una ceja como si supiera perfectamente lo que me estaba pasando y no tuviera tiempo para mis excusas.
—Mira, querida. Son solo unas guirnaldas, unas flores falsas y unos centros de mesa. Vas, haces lo tuyo y te doy lo mismo que ganabas en el bar por un día. Te vendría bien el dinero, ¿no? No espero que seas decoradora de interiores, ni nada similar. Se que estudiaste biología no diseño.
La forma en que lo dijo no era ofensiva. Era como si estuviera tendiéndome una cuerda en medio del pantano. Y yo… yo estaba tan hundida, tan humillada por el despido, tan confundida por lo de mi hermana, tan cansada de fingir que todo estaba bajo control, que decir que no me habría dolido más.
—No estoy presentable, Igna.
—Es una empresa, no un desfile. Ponte algo cómodo. No vas a ver a nadie importante. Unos pantalones y camisa esta bien. Hace frio, usa abrigo fuerte.
Asentí, débil.
—¿A qué hora?
—A las dos. Te paso a buscar. Gracias, Clara. Me has salvado
Y antes de que pudiera cambiar de opinión, Igna ya bajaba por las escaleras, dejándome con el arroz frío, la tarjeta que aún no me atrevía a tocar y una leve punzada de vergüenza… porque sabía que, si no aceptaba, habría pasado todo el día sintiéndome aún más inútil.
***
A las tres menos cuarto estaba entrando a una sala de eventos en el último piso de un edificio con paredes blancas, techos altos y olor a detergente. El tipo de lugar donde la gente elegante se casa o se despide de alguien importante.
Yo no me sentía ni elegante, ni importante. Tenía el cabello atado con una liga de Igna, la cara aún algo hinchada, y las manos manchadas de pintura dorada porque, aparentemente, decorar también incluía retocar el marco de bienvenida.
No me quejé. En Puebla ayudaba a decorar todo el tiempo: cumpleaños, quinceaños, bodas. Aunque allá, la decoración olía a tamal y papel picado, no a plástico caro.
En algún momento, me subí a una silla para colgar una lámpara de papel. Mala idea. Me mareé. El dolor de cabeza, que había empezado como un zumbido leve, ya retumbaba con ritmo propio. Y justo cuando bajé, con la cara llena de polvo, la camiseta arrugada y los pies protestando dentro de unos zapatos que no eran para nada comodos…
—Clara.
La voz me congeló.
Me giré lentamente.
Leanr Håkansson estaba en el umbral, vestido de negro y gris como si viniera de juzgar una sesión del parlamento sueco.
Yo debía parecerle un espantapájaros decorador con crisis existencial.
Su ceja se alzó, sus ojos bajaron a mi estado general. Su mandíbula se tensó como si tuviera algo sarcástico en la punta de la lengua.
Y yo solo atiné a decir:
—No soy parte de la decoración.
Leanr se cruzó de brazos. Sus zapatos resonaron en el suelo cuando avanzó un paso. Su mirada no se despegó de mí ni un segundo, como si estuviera evaluando un producto defectuoso que, por alguna razón, aún le llamaba la atención.
—¿Segura? Porque esa lámpara de papel te combina con la cara.
Me llevé la mano a la mejilla. Tenía polvo, pintura y sudor. Todo. Perfecto.
—Estoy trabajando —dije, alzando un poco la barbilla—. Es lo que uno hace cuando no tiene un apellido nórdico ni empresas que heredar. Aparte, por tu culpa no tengo empleo, así que no eres quien para subir esa ceja de esa forma y juzgarme.
Leanr ladeó la cabeza, con una sonrisa casi imperceptible.
—¿Decorando centros de mesa? Vaya forma de reinventarse después de ser despedida por ineficiencia. ¿Ya sabe tu nuevo jefe que eres un peligro sosteniendo cosas?
Me mordí el interior de la mejilla. Podía llorar. Podía explotar. Pero no. No iba a darle el gusto.
—¿Necesita algo? Porque si no, estoy ocupada tratando de ganarme lo que valgo. Aunque sea con flores falsas.
Él se quedó en silencio por unos segundos. Luego dio otro paso hacia mí.
—¿Por qué no me dijiste tu apellido ayer?
—Porque no pensé que fuera relevante. O tal vez porque sabía que lo ibas a usar para buscarme y juzgarme con más detalle. Ya bastante hace tu voz y su cara. Peor aun, con haber sido despedida por su culpa.
Leanr se rio. Una risa seca, sin burla, pero tampoco con ternura.
—Sigue sin responder mi pregunta—dijo.
—Y usted sigue sin decirme qué clase de ayuda cree que podríamos ofrecernos mutuamente.
—Quizá lo descubras si decides usar la tarjeta que te dejé. Aún la tienes, ¿no?
—Aún la tengo. Pero eso no significa que confíe en usted.
—No te estoy pidiendo confianza. Te estoy ofreciendo una opción. Y tú pareces necesitar una.