Un café en Estocolmo

Capítulo 4

Lo vi alejarse con ese paso seguro, como si no dejara huellas en el suelo. Yo, en cambio, sentía que había dejado toda mi dignidad pegada a las baldosas.

—¿¡Tú conoces a Leanr Håkansson!?

La voz de Igna me sobresaltó tanto que casi se me cae el marco dorado que sostenía.

Me giré y la vi con los ojos bien abiertos, como si acabara de ver a una celebridad paseando por la panadería del barrio.

—¿Quién?

—¡Él! ¡El tipo con el abrigo largo! ¡El que parecía salido de una serie de abogados suecos! ¡Le hablaste! ¡En español, además! ¡Yo no sabia que ese hombre hablaba español!

Tragué saliva, intentando quitarme el polvo de las manos con el trapo que tenía en el bolsillo trasero.

Era cierto.

Estaba tan embobada que no me di cuenta de que me habló en español y yo le respondí por igual en español.

Mi cerebro parece estar en automático.

—No lo “conozco”. Me gritó en un bar hace menos de 24 horas. Hoy me lo topé aquí. Un par de encuentros desafortunados, eso es todo. Gracias a el no tengo trabajo. — no era cierto, gracias a que no sabia aun sostener una bandeja y moverme sin tropezar con la gente, gracias a eso no tenia trabajo. Y gracias a que Marko me odiaba también.

Igna se llevó una mano al pecho, como si intentara calmarse del impacto.

—¿Te gritó? ¿¡Leanr Håkansson!? Pero si ese hombre es famoso por ser un ogro. No habla con nadie, ni con la prensa, ni con los empleados. ¡Y tú! ¡Tú hablaste con él como si fuera tu primo del pueblo!

Solté una risa por la nariz, sin humor.

Igna era española, pero tenia veinte años viviendo en Suecia, diez viviendo en Estocolmo en el mismo edificio.

—Bueno, sí. Supongo que no le caí tan mal como la taza de café que le derramé ayer.

—¿¡Le tiraste café!?

—En el pecho. Todavía puedo olerlo si cierro los ojos. Fue como un café macchiato con amenaza incluida.

Igna soltó una carcajada, sujetándose del marco de la puerta para no perder el equilibrio.

—¡Ay, Clara! ¿Y ese hombre hablando español? ¿Desde cuándo?

—No lo sé. Supongo que aprendió solo para reprenderme con más precisión.

Igna se rio de nuevo, pero luego me miró con algo más de curiosidad, casi ternura.

—¿Y te dejó su tarjeta? ¿Es verdad eso que escuché?

La miré con desconfianza.

—¿Ya te contaron? ¿Qué tan rápido corre el chisme aquí?

—Querida, en este edificio, más rápido que la calefacción cuando se rompe.

—Bueno, sí. Me dejó una tarjeta. Pero eso no significa nada.

—¿Nada? Ay, hija, tú no sabes lo que puede significar que un ogro te dé su tarjeta... Eso aquí en Suecia es casi una propuesta matrimonial.

Me reí, esta vez de verdad, aunque una parte de mí aún ardía por dentro. El orgullo, el despido, la llamada de mi hermana... era demasiado.

—Si me propone algo, que sea trabajo. Yo me encargo del resto. — sabia que con eso pondría a Igna feliz. Le encantaban las historias de romance.

—Esa es mi muchacha —dijo Igna, dándome una palmadita en la espalda—. Anda, ponte un poco de rubor. No por él. Por ti. Te mereces verte bien, aunque sea para decorar flores falsas con dignidad. — me entrego un bolsito con maquillaje y me señaló el cuarto de baño. —no andes como loca en la calle, así te tratan los demás.

***

De vuelta en casa, me quité los zapatos en la entrada como si fueran un castigo. Me dolían los pies, la cabeza, y hasta el orgullo.

El arroz seguía en la mesa, más seco que antes. Como una metáfora pasiva-agresiva de mi vida.

Tomé la tarjeta que había dejado por la mañana y la observé como si pudiera leer más allá de las letras. "Leandro Håkansson." El nombre estaba impreso en relieve. Claro. Como si necesitara que el mundo supiera que no era cualquiera.

No lo era.

Me tiré en el sofá sin quitarme el suéter lleno de escarcha y traté de no pensar. Pero pensar es lo que una hace cuando no tiene con qué distraerse.

Podría llamarlo. Solo para... agradecerle por la tarjeta. ¿Eso se hace? ¿Se agradecen las tarjetas? ¿Y si en realidad solo lo hizo por lástima? ¿Y si Igna tenía razón y esto era el equivalente sueco a pedida de mano laboral?

Me reí sola.

Pero entonces, como si el universo no quisiera dejarme perderme en suposiciones, sonó el celular.

Era un mensaje de voz.

Mi hermana.

Mi pecho se encogió antes de siquiera darle play.

—Clari, hola. Solo llamaba para saber cómo estás. Me dijiste que te sentías mal... y me quedé preocupada. Hoy me salió otro moretón, pero fue porque limpié sin ver que había un tubo atravesado en el pasillo. Qué tonta, ¿no? En fin, avísame si necesitas algo. Te quiero.

El corazón me pesó.

Sabía que mentía. Ese tubo no existía. Como tampoco existían las excusas cuando vivíamos en Puebla y las cosas se ponían feas con su pareja. Pero ella siempre era así: primero protegerme, después confesar. Y yo… yo hacía lo mismo.

Le grabé un audio con voz animada, exageradamente.

Deseando que mi hermana no se percatara de lo ansiosa y desolada que me encontraba.

—No te preocupes, me sentía mal, pero ya estoy mejor. Solo fue un bajón. Estoy tomando mucha agua y ya, en serio. Tú cuídate, ¿sí? Y no seas tan torpe, mujer. Te quiero.

Lo envié sin pensarlo más, porque si lo pensaba, lo borraba.

Me quedé mirando al techo. Las sombras del atardecer se colaban entre las persianas como manos tímidas. Pensé en Puebla. En nuestras fiestas, en las veces que decorábamos la casa con papel picado y serpentinas que se caían con el viento. Pensé en mi madre, en las risas en la cocina, en el calor.

Y ahora, ¿qué era esto? Un país frío, un trabajo perdido, un hombre que hablaba español mejor que muchos latinos en televisión, y una tarjeta que parecía quemar cada vez que la tocaba.

Suspiré, me levanté del sofá y fui por un vaso de agua.

La tarjeta seguía ahí. Mirándome. Juzgándome.

La guardé en el cajón de los cubiertos. Entre los tenedores, donde no pudiera encontrarla fácil. Porque si algo iba a pasar... tendría que venir a buscarme él.




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