Un café en Estocolmo

Capítulo 5

Esa noche me dormí con la cabeza llena de nada y todo al mismo tiempo. La tarjeta de Leanr seguía en el cajón de los cubiertos, entre los tenedores, porque —según mi lógica absurda— si estaba enterrada en lo cotidiano, perdía poder.

Pero no.

A las ocho en punto de la mañana, con la voz ronca y una sola media puesta, me despertó una llamada.

Desconocido.

Dudé. Lo juro. Dudé. ¿Y si era de Migración? ¿O de algún call center vendiendo seguros para perros?

0O tal ves era un trabajo real.

He llevado bastantes curriculum por todo Estocolmo.

No solo estaba perdiendo mi tiempo con Marko y su bar, sabia que debía buscar mas ella. Pero sin hablar sueco a la perfección o al menos entenderlo todo, era difícil.

Deslicé el dedo. Silencio al otro lado. Y entonces, su voz.

—¿Clara?

Me incorporé como si me hubieran conectado a una batería.

—¿Quién es?

—Leanr Håkansson.

Me quedé muda por dos segundos exactos. Luego me eché hacia atrás contra la almohada.

—Ah. Usted. ¿Cómo consiguió mi número?

—Investigué.

—¿Así, sin más?

—No fue tan difícil. Tienes nombre, historial migratorio, y vives en un país donde todo está digitalizado. Aparte contrate un servicio de decoración, no fue difícil evaluar la plantilla.

—¿Y eso no te suena un poco… acosador?

Silencio.

—Solo quiero hablar contigo.

—¿Para qué? ¿Para ver si tengo hermanas que también necesitan empleo? ¿O para ofrecerme un trabajo de esos donde primero firmas un contrato y luego te suben a un contenedor?

Se rió. No fuerte. Pero sí con esa voz baja que uno no sabe si le cae bien o mal.

—¿Tráfico de blancas? ¿En serio?

—Una nunca sabe. Este mundo está como está. Además, tengo hermanas que esperan mi mensaje cada noche. Si desaparezco, levantarán la alarma en menos de 24 horas. Y sé defenderme. No soy muy alta, pero tengo puntería con la cacerola que ni te imagina.

Otra pausa. Esta vez sonaba divertido. Muy divertido, para mi gusto.

Tendré una conversación muy seria con Igna si me vendió de esa forma.

—¿Aceptas tomar un café mañana? Un lugar público. Centro. Solo hablar. No secuestros. Nada de trafico de blancas.

—Lo pensaré. Escríbeme la dirección. Por si decido ir, al menos sé a dónde no enviarme.

—Clara…

—¿Sí?

—¿Podrías dejar de pelear cada vez que alguien te extiende la mano?

—¿Y usted podría dejar de pensar que cada vez que alguien no lo lame los pies, es porque está peleando?

Silencio.

Me colgó.

Bueno… no. Colgó con estilo. Antes dijo: “Te envío la dirección. Ojalá vengas.”

Y luego sí colgó.

Yo me quedé ahí, con el celular en la mano, la otra media en el aire, y una sensación extraña en el pecho. No era miedo. Era como un pequeño terremoto emocional. De esos que uno cree que pasaron… pero dejan las paredes un poco cuarteadas.

***

Pasadas las diez de la mañana, cuando ya había hecho las paces con la idea de pasar otro día en modo fantasma —entre arroz recalentado y pensamientos que hacían más ruido que el tráfico de mi calle—, sonó el celular.

No era número oculto. Era sueco. Una cadena larga de dígitos que no me decía nada, pero me hacía cosquillas en la espalda.

¿Migración? ¿Un error del sistema? ¿Otro aviso de que estaba por convertirme en sombra oficial del país?

O tal vez, por una vez, era un trabajo real.

Porque sí, había dejado currículums por media Estocolmo. Bares, cafés, hasta una floristería en Södermalm donde me preguntaron si sabía hacer arreglos con tulipanes sin reventarlos. Nunca supe si eso era una pregunta trampa o una advertencia.

Contesté.

—¿Clara Santi…Santi..? —tuve que interrumpirla porque sabia que no iba a poder pronunciar mi apelido.

La voz al otro lado era femenina, firme, profesional. Sonaba como alguien que sabía a qué hora se toma el primer café y cuántas veces se puede repetir una orden antes de perder la paciencia.

—Sí, soy yo.

—Llamamos del bar Blåkatt. Usted dejó su solicitud hace unas semanas. Estamos necesitando personal para el turno vespertino. Tres de la tarde a once de la noche. ¿Está disponible para una entrevista hoy mismo?

Mi alma se acomodó un poco mejor dentro de mi cuerpo.

—¿Hoy? Claro. Sí, puedo.

—Perfecto. El bar está en Vasastan. Le enviaré la ubicación. Pregunte por Lasse. Vestimenta básica: camisa blanca, falda negra por encima de las rodillas. Buen trato con clientes y cero dramas personales. ¿Le parece?

Quise decirle que en ese momento, yo era una colección andante de dramas personales, pero sabía mantener la boca cerrada cuando el trabajo estaba en juego.

—Sí, me parece perfecto. Gracias.

Colgó sin despedirse con calor. Profesional. Rápida. De las que no piden permiso para existir.

Mi falda negra no era nueva. La encontré arrugada en el fondo del cajón, con olor a clóset viejo y a decisiones tomadas a la fuerza. Era un poco más corta de lo que recordaba, y un poco más pegada. Apretaba, como mi ansiedad. Pero servía.

La camisa blanca estaba planchada a medias. Una de las mangas tenía una arruga imposible, pero la oculté bajo el abrigo. Me até el cabello en una trenza rápida. Sin maquillaje. Solo bálsamo de labios y un poco de perfume de vainilla, para recordar quién era.

Las medias gruesas color piel eran lo único que me separaba del frío escandinavo y de las miradas que pesan. De esas que te escanean las piernas antes que el rostro, como si tu valor estuviera en centímetros de piel expuesta.

Encima, las botas negras que me llegaban a las rodillas. Pesadas, fuertes. Caminaban por mí cuando yo no tenía energía.

No dejaban mucho que mirar. Ese era el plan.

Podía estar desempleada, sola, extranjera, sin papeles firmes…
Pero mi dignidad no estaba en alquiler.

El trayecto en bus fue largo. El primero tenía calefacción rota y ventanas empañadas por el aliento ajeno. El segundo iba tan lleno que terminé de pie, con el codo de un tipo presionando mis costillas cada vez que girábamos una esquina.




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