La música sonaba como una caricia pegajosa. Ese tipo de jazz moderno que no sabe si quiere ser elegante o simplemente cubrir las conversaciones entre copas y risas fingidas. Las luces eran tenues, con reflejos dorados que bailaban sobre las mesas de cristal y los cuerpos apretados en ropa cara.
Yo flotaba entre todo eso como si no perteneciera.
La bandeja en mi mano temblaba apenas. No de miedo. De frío. De rabia contenida. De esa sensación de estar viviendo una vida que no era mía, como si alguien más hubiera tomado las decisiones y yo solo estuviera siguiendo órdenes.
—Llévale esto a la mesa VIP del fondo —ordenó Lasse, sin siquiera mirarme.
Era una botella de whisky. Una que jamás había visto en mi vida. Pesada, con una etiqueta en dorado antiguo, como si costara más que un mes de mi alquiler.
—¿Lo sirvo?
—Solo déjala. No metas la pata. Es algo simple.
—Nunca he llevado botellas a ninguna mesa y esta se ve costosa. — no tengo que saber de bebida para darme cuenta que esta botella cuesta masque mi sueldo en México. —puedo hacerlo.
—Estoy seguro de que si.
—¿Cómo son esa personas? — inquiero.
Me molesta no saber nada. Cuando me dijo que seria una prueba no me imaginé un espacio como este.
—Camina con la botella en mano y déjame verte antes de que te vayas. —me pareció rara su petición, pero deseo el trabajo.
Así que hice lo que me dijo y caminé por el pasillo con la botella en la mano deseando que no se me cayera, y que la seguridad de la cual siempre había hecho eco, se mostrara hoy.
No el hambre, no el cansancio, no la depresión. Solo fuera y seguridad. Estabilidad que no tengo, ni económica ni emocional.
La calefacción del bar estaba encendida, pero no alcanzaba a calentarme la piel. Ni el alma. Ese tipo de calor no era para reconfortar, era para desvestir. Se sentía… estratégico. Lo suficiente para que los hombres se quitaran el abrigo. Para que las mujeres no tuvieran excusa de cubrirse más.
Yo tenía mis medias gruesas, la camisa blanca bien cerrada, y el cuello alto del abrigo aún sin desabotonar del todo. Una parte de mí se negaba a entregarse al código del lugar. Y eso me hacía visible. Demasiado visible.
Las otras mujeres —porque eso eran, mujeres, no chicas, ni muñecas, ni ángeles caídos como parecían querer hacerlas ver— me miraban como se mira a un objeto recién llegado a una vitrina compartida. Algunas con curiosidad. Otras con molestia. Una de ellas —la del corset rojo— me clavó la mirada como si yo hubiese entrado sin invitación a su casa.
Iban casi desnudas. Encaje, brillo, escotes imposibles.
Y sí, hacía frío afuera. Mucho. Pero aquí, dentro, parecían más preocupadas por dejar claro que sus cuerpos también trabajaban, no solo sus manos.
Yo sabía lo que era pelear por un espacio. Pero esto no era una lucha abierta. Era una guerra silenciosa, cubierta de perfume dulce y tacones que dejaban huellas en el piso encerado.
Y entonces lo vi a él.
Lasse. Al otro lado del salón.
Su mirada ya no era la misma que cuando me saludó. No era cálida. No era profesional. Era una especie de examen rápido, sin emoción. Como si estuviera calculando mi peso, mi utilidad, mi capacidad de no arruinar el ambiente.
No me vio como una mujer. Me vio como algo más.
Un objeto que se mueve, sirve copas y no hace preguntas.
Una pieza más de la escenografía.
Y yo… yo me sentí flotar en esa categoría que tanto me había prometido no pisar.
Había entrado aquí buscando trabajo. Una entrada de dinero. Algo temporal.
Pero en este ambiente, el temporal se come lo esencial.
Y lo esencial empieza por la dignidad.
El suelo parecía alfombrado de secretos y sonrisas vacías. Las risas de los clientes no eran reales. Eran ruidosas, como para llenar el aire, como para no oír lo que de verdad pensaban. Las chicas caminaban como si estuvieran en pasarela, pero sus ojos… sus ojos estaban muertos.
Vacíos.
Vacíos como los de Lasse, cuando por fin cruzó la mirada conmigo y me hizo una seña con la cabeza. Una seña seca. Directa. Como si me estuviera lanzando al ruedo.
Fue entonces que me acercó la bandeja.
El whisky brillante, antiguo, elegante. La botella que pesaba más que mis ganas.
—Llévala a la mesa VIP —dijo, sin emoción.
Ni mi nombre.
Ni una instrucción amable.
Solo el mandato.
Como si yo ya no necesitara ser tratada como persona. Solo como extensión del mobiliario.
Y fue entonces, justo entonces, que empecé a sentir el temblor en los dedos. No de frío. De esa rabia muda que se acumula cuando una sabe que se está traicionando un poquito… para sobrevivir.
Asentí. Tragué saliva. Mis medias térmicas raspaban un poco contra las botas con cada paso. El lugar parecía más ruidoso ahora, pero quizás era solo mi respiración haciendo eco en mis oídos.
La mesa estaba en la esquina más oscura del salón. Cuatro hombres. Trajes impecables. Copas medio llenas. Y uno de ellos…
Uno de ellos me estaba mirando antes de que yo siquiera lo notara.
Leanr.
Su mirada no fue de sorpresa. Fue de decepción.
Como si él ya hubiera sabido que yo terminaría aquí.
Como si estuviera esperando encontrarme justo así: con la bandeja en alto, el rostro pálido, la dignidad colgando de un hilo fino.
Me detuve un segundo. Respiré.
No tiembles. No bajes la cabeza. No eres menos por esto.
Pero lo era. O al menos, me sentí así. Como si de pronto los libros que había leído, la carrera, el esfuerzo por mantenerme firme… se derritieran entre el terciopelo rojo y las luces moradas.
Extendí la botella hacia la mesa.
Él no apartó la vista.
—¿Sirves tú? —preguntó uno de los hombres, con acento extranjero.
—No. Solo la traigo —logré decir, pero mi voz sonó demasiado baja, como si se disculpara por existir.
Y entonces, la bandeja resbaló.
La botella cayó con un ruido seco.
Cristal contra mármol.