Un café en Estocolmo

Capítulo 7

El frío no dolía.
Quemaba.

Me había acurrucado junto a la pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y la mirada clavada en mis botas como si fueran responsables de todo lo que me estaba pasando.

No sabía cuánto tiempo llevaba ahí. Tal vez diez minutos. Tal vez una hora. El sol ya no se veía. Solo esa penumbra azul que cae sobre Estocolmo cuando el reloj aún no marca ni las cinco. Las farolas encendidas, la gente apurando el paso, los taxis flotando como sombras silenciosas.

Había dejado de llorar, pero los ojos seguían húmedos.
Como si quisieran insistir.

No escuché sus pasos. Solo sentí una presencia.

No lo miré.
No tenía fuerzas.

Pero el aire cambió.
Y segundos después, algo me cubrió los hombros.

Era pesado. Cálido. Caro.
Una chaqueta tipo abrigo. De esas largas, de corte recto, color oscuro, hechas para gente que no tiembla nunca.
Me la puso por encima de los hombros sin tocarme. Sin decir una palabra. Solo... la dejó caer, como si fuera parte del paisaje.

Yo me quedé quieta.

No por miedo.
Por sorpresa.
Por ese tipo de ternura muda que uno ya no espera.

Él no se fue.
No preguntó nada.
Se paró a mi lado, a menos de un metro, encendió un cigarrillo con un encendedor metálico que hizo un clic seco y elegante, y miró hacia la calle. Como si él también necesitara respirar afuera.

El humo subía en espirales lentas. Yo lo miraba de reojo.
El abrigo olía a madera, a jabón caro y a algo más que no podía definir…
A silencio cómodo. A refugio.

Me calmé.
No del todo. Pero lo suficiente.

Y entonces, sin pensar, sin planearlo, sin saber siquiera de dónde salió, hablé.

—¿Sabías que soy licenciada en Biología?

Mi voz sonó como si recién la usara por primera vez.

Él no dijo nada.
No me miró.

Yo seguí.

—Vine aquí con una beca. Para una maestría. Todo estaba aprobado… hasta que cometieron un error con mis apellidos. En los papeles. Pusieron una letra de más en el segundo. —siento las lágrimas bajar calientes y volverse frías en pocos minisegundos. —Eso bastó para que no pudieran validarlos. Para que todo se detuviera. Que me dijeran que había que esperar. Que se revisaría. Que era un caso “excepcional”.

Veo las personas pasar sin siquiera vernos, sin fijarse en el dolor que llevo en el pecho. Sin notar lo alto que es Leanr y lo imponente que se ve con esa camisa blanca y el cigarrillo en la mano como si nada le importara.

Aun así, parecía que una vez que comencé a contarle ya no podía parar. Necesitaba tanto desahogarme.

No tengo a nadie aquí.

Ninguna amiga, no he hecho más que líos por donde voy.
—Tengo tres meses aquí. Viviendo en un país que no habla mi idioma. Que yo tampoco hablo del todo. Atendiendo cafés, limpiando barras, intentando sobrevivir. Solo quiero juntar lo suficiente para pagar el alquiler y mandarle algo de dinero a mis dos hermanas menores en México. Para que puedan estudiar. Para que no terminen como yo pasando hambre y necesidad en un jodido país que todos parecen no importarle lo más mínimo lo que le suceda a los demás.

Me callé.

La calle seguía su rutina.
Gente caminando. Taxis cruzando. Una bicicleta rechinando a lo lejos.

Leanr tiró la ceniza con un gesto suave, como si todo eso no lo sorprendiera. Como si ya supiera cada palabra. Como si no necesitara respuesta.
Y aún así, me escuchó.

Y eso, en ese momento, fue más de lo que yo había tenido en mucho tiempo.

—Vamos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.