Un café en Estocolmo

Capítulo 8

No dije nada cuando dijo “vamos”.
Solo lo seguí.

Ni siquiera pensé en devolverle el abrigo. A esas alturas, él lo tenía puesto sobre mí mejor que yo misma. Como si supiera que todavía no estaba lista para volver a cargarme sola.

Caminamos hasta su coche. Negro, elegante, sin detalles. Como él.

Me abrió la puerta del pasajero sin pedir nada, y cuando me senté, me tomó unos segundos acostumbrarme al calor que salía de los asientos, como si el auto también supiera que yo venía del frío.

No pregunté adónde íbamos. Pero cuando noté que el coche giraba hacia los barrios del este, alejándose del centro y del bullicio, no pude evitar tensarme.

—¿Vamos lejos?

—Un poco —respondió, sin mirarme.

—¿Un poco como para salir de la ciudad y nunca volver? ¿O un poco como para que mis hermanas tengan que poner una denuncia internacional?

Él se rio, una de esas risas suaves, contenidas, como si no estuviera acostumbrado a que le hicieran chistes… o a que lo pusieran en duda.

—Aunque no lo parezca, no intento secuestrarte. Si quisiera hacerlo, no habría dejado que salieras del bar.

—Gracias, qué generoso. Pero no te confíes. Tengo tres hermanas. Y aunque ninguna tiene pasaporte ni un centavo para un vuelo, si no me reporto, te rastrean hasta en Groenlandia. Y no soy la más peligrosa del grupo, para que sepas.

Él me lanzó una mirada rápida. No burlona. Evaluadora.

Yo bajé la vista. Me pasé las manos por la falda.
Seguía con la misma ropa del bar.
Y no importaba cuán cara fuera la calefacción del coche, aún temblaba por dentro.

Ahí fue cuando me acordé de Puebla.

De las tardes pegajosas, de los ventiladores haciendo más ruido que viento, del olor a maíz cocido en la calle, de mis hermanas gritando por todo y por nada.

Yo soñaba con Estocolmo como quien se aferra a una postal.
Fría, sí. Pero ordenada. Moderna. Llena de librerías con calefacción central, universidades con techos altos y laboratorios donde las mujeres llevaban batas blancas sin tener que pedir permiso.

Pensaba que llegar aquí sería como saltar a una vida nueva.

Me imaginaba caminando entre árboles nevados con una libreta de apuntes en la mano, y un café caliente que no tuviera sabor a desesperación.

Imaginaba que todo sería más limpio. Más justo. Más mío.

Y sin embargo…
Ahí estaba yo.

Metida en un coche demasiado elegante para mi cuerpo cansado, con los labios partidos, las medias gruesas picándome debajo de la falda, y las manos sudadas de tanto apretarlas en el regazo.

Temblando.
No por fuera. Por dentro.

Porque nada era como lo había soñado.

Porque Estocolmo era hermoso, sí, pero también hostil.
Porque las puertas se abrían, pero no para mí.
Porque el idioma parecía construido para cerrarme la garganta.
Porque en este país, la única que me hablaba todos los días era Renata, la que aún pensaba que podía con todo… y a veces me lo creía solo por cómo me lo decía.

“¿Cómo va todo por allá, Clari?”
Como si todo no fuera un incendio lento y silencioso.

Yo no vine aquí a servir tragos.
No vine a que un sueco me gritara en la trastienda de un bar.
Vine a aprender, a avanzar, a demostrarme que podía hacer algo más que sobrevivir.

Pero hasta ahora, sobrevivir era lo único que estaba haciendo.

Volví a mirarme las manos. Una pequeña mancha de algo —¿salsa?, ¿tinta?, ¿vergüenza?— decoraba el borde de mi falda. La froté, pero no salió.

Suspiré bajito, como si pudiera exhalar la culpa.

Y fue ahí, en medio de todo eso, que el coche se detuvo.
El edificio al que íbamos era blanco, silencioso, con ventanales altos y sin rótulo visible.

Un hombre con guantes me abrió la puerta, y cuando salí, sentí cómo el aire frío me mordía la cara como si me dijera:

“Este tampoco es tu lugar, pero haz el intento.”

Después de unos quince minutos, el auto se detuvo frente a lo que parecía una antigua residencia transformada. Fachada sobria. Piedra clara. Ventanas enormes con cortinas de lino. Sin letrero. Sin luces estridentes.

Un hombre de guantes oscuros se acercó, abrió mi puerta con gesto pulcro y me extendió la mano. Casi le pedí que no me tocara. No porque fuera grosera, sino porque ya me sentía demasiado fuera de lugar.

Me quité el abrigo de Leanr con torpeza. El mismo hombre lo recibió y desapareció con él en dirección al guardarropa.

Entramos.

Y entendí al instante que no pertenecía ahí.

El interior del restaurante era como entrar a un cuadro perfectamente iluminado. La luz cálida no venía de lámparas, sino de arañas tenues, bien repartidas. Las mesas estaban separadas con biombos elegantes y grandes plantas que creaban privacidad natural. Los camareros se movían como sombras, sin ruido. Nadie alzaba la voz.

Todo olía a madera encerada, perfume discreto y algo que solo se percibe en lugares donde no todo el mundo puede entrar.

Me pasé las manos por la falda otra vez.
La misma falda con la que me gritaron hace una hora.
La misma falda que ahora parecía hecha de papel reciclado en medio de seda.

Leanr saludó al maître con un simple gesto y fuimos conducidos a una mesa en una esquina, apartada, íntima.

Nos sentamos.

Él cómodo. Como en casa.
Yo, con la espalda rígida, las manos en el regazo y el corazón repitiéndome que no debía respirar tan fuerte.

Una camarera se acercó. Dijo algo en sueco. Él respondió también en sueco. Seguro. Tranquilo.
Pidió un café para mí. Sin azúcar.

No hizo falta mirarme.
Lo sabía.

Poco después, apareció una bandeja de porcelana blanca, finísima, con detalles dorados. Una taza humeante, una cuchara delicada y varios pequeños recipientes.

Miel. Azúcar morena. Leche normal. Leche sin lactosa. Leche de almendra.

Todo… perfecto.

—¿Esto es para mí?

Él no respondió.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.