Me tomó un par de segundos procesarlo.
La frase flotó en el aire como si necesitara permiso para aterrizar.
—¿Cómo?
Él no repitió la frase. Solo me sostuvo la mirada, como si esperara que yo misma la desenvolviera palabra por palabra, sin ayuda.
Apoyé la taza en el platillo con cuidado. Tenía las manos frías a pesar del calor. O tal vez solo era la costumbre de estar a la defensiva.
—¿Trabajar para ti… en qué? ¿Quieres que sirva café en tu oficina? ¿Que limpie tus ventanas? ¿O estás armando un culto escandinavo con mujeres latinas desorientadas?
No sonrió. Pero sus labios se curvaron apenas.
Un gesto mínimo. Tan mínimo que no sabías si era aprobación… o lástima.
—No me interesa armar un culto —dijo, con calma—. Ni contratar una camarera. Ni una niñera. Ni una esclava emocional, por si te lo preguntas.
Me crucé de brazos sin darme cuenta.
—Entonces, ¿qué exactamente estás buscando?
Leanr giró apenas la taza en su plato. Con un dedo.
Como si eso le ayudara a pensar.
O simplemente estuviera comprando tiempo.
—Mi madre necesita alguien que esté con ella por las tardes. No quiere una enfermera. No quiere una sueca. No quiere alguien pagado por una agencia. Me dijo, y cito: “quiero a alguien que hable con sabor.” No necesito una persona que me de pastillas. —dijo y sonrió. —mi madre tiene un temperamento fuerte y cuando se decide por algo, hay que hacer lo que dice. Si quiere alguien que no sea insípido, lo tendrá.
—¿“Con sabor”? —repetí, incrédula.
—Sí. No preguntes. Tiene frases extrañas.
—¿Y tú pensaste en mí porque… qué? ¿Tengo cara de sazón?
—Porque mi madre necesita a alguien diferente. Y tú… no eres como las personas que le rodean.
—¿Diferente cómo? ¿Una extranjera sin red de apoyo? ¿Una desempleada con problemas de carácter?
—No —dijo él, con calma—. Alguien que no tiene miedo de decir lo que piensa, incluso cuando todo le va en contra. Alguien real.
Fruncí el ceño.
—No sabes nada de mí.
—Te vi lo suficiente.
—¿Y con eso ya te alcanza?
—Me basta —respondió, sin arrogancia—. Confío más en alguien que derrama café con dignidad que en gente que sonríe por contrato.
—No soy cuidadora, Leanr.
—No te estoy pidiendo que lo seas.
—Tampoco soy terapeuta, ni animadora cultural. Ni tampoco tengo tiempo para convertirme en la abuela tierna de nadie. Apenas puedo cuidar de mí misma. Estoy esperando se regularice mi situación con la beca.
Él asintió. Tranquilo.
—Y aún así… estás aquí. Conmigo. Escuchándome. Tu beca no sabes cuando será arreglado el estatus. ¿Así que porque no intentarlo?
Me removí en la silla. Odiaba cuando la gente tenía razón sin sonar pedante.
—¿Y cuánto es el sueldo? —pregunté al final, cruzando los brazos con fuerza.
Me avergonzaba preguntarlo, pero tenía que hacerlo.
¿Cómo sino iba a saber si me convenia?
Él levantó la vista.
—El doble de lo que ganabas en ese bar.
Tragué saliva.
Mi cerebro quiso hacer los cálculos. Renta. Comida. Lo de mis hermanas. Lo del internet que casi me cortan.
Pero mi orgullo se cruzó de brazos en medio de todo eso.
—No sabes cuanto ganaba en el bar.
—Se lo que pagan por hora y los sueldos de este país, Clara.
—¿Cómo aprendiste a hablar español así de bien?
—Estuve dos años en Madrid estudiando negocios internacionales.
—Vaya…—murmuro.
—¿Entonces?
—Sigues sin conocerme de nada más que por lo poco que has visto. No puedes ofrecerle trabajo a alguien porque te responde.
El sonríe.
—Tu no me conoces a mí. —el mira a ambos lados del lugar y luego a mi. —¿notas las personas como nos ven?
—Imposible no hacerlo.
—Mi reputación me precede.
—Espero que no de secuestrador y venta de órganos en el mercado negro. ¿Por qué yo, Leanr? Dime la verdad. En cualquier momento tendré que dejar a tu madre.
—Evaluaremos una vez llegado ese día.
—No me gusta la incertidumbre.
—¿Y como le llamas al estado en que está
s ahora mismo?
—¿Y por qué yo? —pregunté otra vez, más bajito ahora—. Porque no me conoces. Porque no tienes idea de si soy buena, mala o una ladrona. —.me niego a pensar que las cosas pasan así nada más porque sí. A mi no.
Leanr no parpadeó. Me observaba como si, en lugar de convencerme, simplemente esperara que me cansara de resistirme. Él se inclinó apenas hacia adelante.
—Porque te vi llorar sin esconderte. Y quedarte de pie después.
Me tembló algo en la garganta.
No era miedo. Ni rabia.
Era eso que una siente cuando alguien la ve… sin desvestirla.
Volví a tomar la taza.
Esta vez, el café me supo distinto.
—¿Y qué haré exactamente?
—La acompañas por las tardes. Tomas café con ella. Le recuerdas cosas simples. Conversas. A veces le das su medicación. Y si se pone difícil, me escribes. Pero sobre todo… solo estás ahí.
Lo pensé.
No por mucho.
Pero lo pensé.
Y sin mirar, sin sonreír, sin hacer drama, respondí:
—Te aviso mañana.
Él asintió. Y no dijo nada más.
Y yo, por primera vez desde que puse un pie en este país, sentí que no estaba negociando por mi vida… sino por mi futuro.