Cuando salimos del restaurante, Estocolmo seguía igual de frío y elegante, como si nada de lo que había pasado adentro le importara.
Leanr insistió en llevarme a casa.
No preguntó la dirección. Ya la sabía.
Eso me molestó un poco… y al mismo tiempo, me alivió.
Era raro sentir que otra persona controla tu vida por completo, aunque el solo controlaba el saber donde yo vivía y mi futuro cercano al ofrecerme un mejor empleo.
Durante el trayecto, hablamos lo justo. O menos.
A veces, el silencio de Leanr no incomoda.
Solo pesa un poco. Como una manta cara que no pediste, pero te abriga igual.
Descubrí en 10 minutos algunos detalles sobre el que me ayudaron a tranquilizarme un poco sobre su propuesta. A sentirme que no era un ogro o quizá sí, pero seguía siendo un ser humano. Uno muy apuesto.
Leanr me miraba sin apartar la vista, esos ojos azules claro tan intensos que parecían querer contar secretos sin abrir la boca.
Su cabello rubio, peinado hacia atrás, brillaba bajo la luz tenue del tablero, y sus labios pálidos, carnosos, permanecían cerrados en una línea firme.
Sin pensarlo, rocé su mano con la mía. No se apartó.
Su piel fría, dura, sostuvo mi temblor silencioso.
—Leanr —empecé, bajito—, ya sabes que tengo tres hermanas…
—Renata, Nelly y Sol, hablas mucho si estas nerviosa. Dos tazas de café y siento que ya pocas cosas no me hayas dicho.
Eso me hizo sentir tan tonta.
Mire hacia la ventana y el al parecer percibió mi incomodidad.
—No está mal ser tan abierto y tan ligero de palabras. No me molesta que te sientas en confianza conmigo para contarme esas cosas.
—Nos prometimos protegernos, que, si desaparecía una, las otras iban a buscarla hasta el fin del mundo—, solo espero que sepas que si decido trabajar contigo ellas me buscaran si desaparezco un día.
Lo miré esperando una reacción. Su mirada seguía fija, sin juicios ni sorpresa. Como si conociera ese peso.
Pero no dijo nada.
—¿Tienes hermanos? —pregunté al fin, como buscando un puente entre su mundo y el mío.
Por primera vez, su rostro cambió.
—No —dijo con voz baja—. Soy hijo único.
—Debe ser difícil —murmuré—. Mucho silencio, mucha soledad. No me imagino sin mis hermanas.
—No puedo extrañar algo que no he tenido jamás.
Sentí una punzada al imaginar su vida.
—Se que hay cosas que aún no sabes, pero si decides quedarte, te lo contaré a su tiempo—, cuando investigues sobre mi…—abrí lo ojos de par en par y me sonroje—…es lo ideal, no te pido que no lo hagas, pero se que encontraras mucho contenido absurdo. Así que date la oportunidad de trabajar para mi en lo que sale tu beca. No voy a matarte ni secuestrarte.
El silencio volvió, pero era diferente.
Más cálido.
Mi corazón latía más fuerte, no por miedo ni deseo, sino por ese instante extraño en que dos desconocidos se vuelven un poco menos extraños.
Me quité el abrigo, se lo di con torpeza.
—Gracias —le dije antes de abrir la puerta—. Por confiar en mí. — y por al menos considerar que soy lo suficientemente seria para estar con tu madre.
No dijo nada, solo me sostuvo la mirada un segundo más.
Bajé del auto, el frío volvió a morder, pero ya no sentí que estaba sola.
Cuando llegamos al edificio, me abrió la puerta del coche. No dijo nada. No me acompañó.
Tampoco intentó subir.
Y esa sola decisión me hizo sentir, por fin, a salvo.
Subí los tres pisos sin ascensor como si tuviera veinte años y cero dramas encima.
La verdad, estaba energizada. No sabía por qué. Tal vez por el café.
O tal vez por la idea tonta de que el universo no me estaba castigando, solo poniéndome en modo espera.
Metí la llave en la cerradura y empujé la puerta con fuerza.
Mi departamento me recibió como siempre: con olor a encierro, humedad leve y frustración acumulada en forma de tazas sucias.
Tiré las botas en la entrada, me senté en el piso, y por instinto, tomé el celular.
Aún era temprano. Las seis de la tarde en Estocolmo.
O sea… las once de la mañana en Puebla.
Pero rpeferi ponerme a fregar todo rápidamente mientras aun me quedaba energía. Luego de sentirme feliz con el resultado, me tire al mueble.
Mis hermanas no dormían hasta tarde. Nunca lo hicieron. Tampoco se desaparecían. Era costumbre siempre mantenernos comunicadas por el grupo. Aunque siempre había una que otra que estaba ocupada, al menos una siempre respondía, casi siempre Renata o Sol.
Y menos ahora, cuando cada noche se escribían entre ellas para asegurarse de que ninguna desapareciera del mapa emocional.
Abrí el grupo de WhatsApp que habíamos bautizado hace años como:
“Las Santibáñez no se rinden”
Renata ya había mandado un sticker con una taza de café que decía:
“Día uno de no perder la cabeza (otra vez)”
Sonreí.
Qué cliché.
—¿Están vivas? —escribí, con una foto de mis piernas cruzadas en el suelo y una taza vacía junto a mí.
Renata respondió en segundos. Como siempre.
Renata:
"¡Clari! Pensé que hoy no ibas a reportarte. ¿Estás bien? ¿Marko te gritó otra vez? ¿Te moriste? ¿Te fuiste a Suecia del Norte y no nos contaste?"
Nelly se unió un minuto después.
Solo mandó un emoji de corazón naranja y uno de carita con sueño, seguido de:
“Dime que al menos hoy no trabajaste para otro cavernícola.”
Sol no apareció de inmediato. Pero era normal.
Las mañanas no eran su fuerte. Se la pasaba metida entre ecuaciones y clases en línea. A veces mandaba un gif con delay tres horas después… pero siempre llegaba.
—Estoy viva —dije por nota de voz, dejando que me escucharan respirar con más calma que en días anteriores—. Aunque no lo parezca, sobreviví al día. Y sí, tengo noticias. No sé si buenas. No sé si raras. Pero... algo cambió.
Hubo un segundo de silencio digital. Luego llegaron las reacciones en forma de stickers, caritas que explotaban y corazones saturando el chat.
“¿Noticias raras? ¿Estás embarazada? ¿Te volviste a enamorar de un músico con mochila?”