Britta abrió una puerta doble y asomó la cabeza.
—Señora Helena, llegó la señorita Clara.
No hubo respuesta, solo un movimiento leve desde dentro.
Britta empujó un poco más la puerta y me hizo una seña para entrar.
El salón era grande, con cortinas beige que dejaban pasar la luz. Había una chimenea encendida, aunque el fuego ya estaba bajo. En un sillón, junto a la ventana, estaba Helena Håkansson.
Tenía el cabello blanco recogido en un moño, la piel pálida y los ojos perdidos en el paisaje de afuera.
No sé si me escuchó entrar.
Parecía ver algo que solo ella podía ver.
Britta se aclaró la garganta.
—Señora Helena, es la nueva asistente, Clara Santibáñez.
Nada. Ni un gesto.
Solo un parpadeo lento.
—Puede acercarse —me dijo Britta en voz baja.
Di unos pasos. Helena movió la cabeza apenas, sin apartar la vista de la ventana.
—Buenos días —dije con suavidad.
No respondió.
Me quedé de pie, sin saber si debía decir algo más o si hablarle era invadirla.
Britta pareció leerme la duda.
—La señora pasa la mayoría del tiempo aquí —susurró—. Le gusta el silencio. A veces habla, otras no. No te preocupes, se acostumbrará a ti.
Asentí.
—Claro.
Britta suspiró, mirando de reojo a Helena.
—Si gustas, puedo traerte café. O té. A veces ella toma uno contigo si está de ánimo.
—Café está bien —respondí.
—Perfecto. —Britta se enderezó—. También puedes entretenerte en la biblioteca. Está aquí mismo, en el salón principal.
—¿Puedo leer?
—Por supuesto. —Hizo una pausa y sonrió un poco—. Cuando Leanr era joven, vivía leyendo. Pasa que luego dejó de hacerlo… cosas de adultos, supongo. La vida no ha sido tan buena con todos.
No supe qué responder.
Britta me dejó una sonrisa amable y se fue por el pasillo.
Quedé sola con Helena.
El único sonido era el del reloj de péndulo que marcaba las horas en la pared.
La mujer seguía en la misma posición, con una taza de té entre las manos mirando por la ventana.
Era como si esperara algo. O a alguien.
Me quedé observándola unos segundos.
No parecía enferma, al menos no físicamente. Tenía el cabello limpio, la piel bien cuidada, las uñas arregladas. Pero su expresión…
Esa sí hablaba de cansancio. De un tipo de dolor que no se cura con medicinas.
Recordé lo que había leido sobre la familia de Leanr.
Su padre se había suicidado hacía un año, dejando deudas y una empresa en ruinas.
Leanr había vendido casi todo lo suyo para salvar la casa.
Y ahora lo entendía.
Esa casa, ese silencio, esa mujer que apenas se movía, eran la prueba de lo que queda cuando la vida se parte en dos.
Sentí un nudo en la garganta.
No era lástima, era empatía.
Mi madre también había tenido un final triste, aunque distinto.
La leucemia le robó el color, el aliento, la risa.
Pero al menos ella hablaba hasta el final.
Helena, en cambio, parecía haber apagado el mundo con el silencio.
No podía simplemente quedarme parada.
Caminé despacio hasta una silla cercana y me senté a su lado, sin decir nada.
Solo me quedé ahí, mirando el mismo paisaje que ella miraba.
El cielo estaba gris, con copos de nieve cayendo sobre los árboles desnudos.
Por un momento, pensé que tal vez no se trataba de tristeza, sino de costumbre.
Quizá había pasado tanto tiempo mirando por esa ventana que ya no sabía hacer otra cosa.
Britta regresó con el café y lo dejó sobre una bandeja.
—Aquí tienes, Clara. Si la señora quiere té, ella misma te lo dirá.
—Gracias —respondí.
Britta me sonrió, con una amabilidad cansada.
—Tómate tu tiempo. No la fuerces a hablar. Helena… ya no conversa mucho. Desde que el señor Håkansson se fue, es como si hubiera decidido cerrar la puerta del mundo.
Asentí en silencio y la vi retirarse.
Esperé unos minutos.
Helena no se movió, ni siquiera parpadeó mucho.
Solo giró la cabeza levemente, lo justo para mirarme.
Nuestros ojos se cruzaron.
No dijo nada, pero esa mirada lo dijo todo.
No era indiferencia, era resignación.
Le devolví la mirada con una sonrisa leve.
Ella no respondió, pero tampoco apartó la vista.
Tomé el café y bebí un sorbo.
El silencio se sintió menos incómodo.
A mi derecha, un mueble enorme llamó mi atención.
Era la biblioteca de la que había hablado Britta.
Siete columnas de estantes repletos de libros. Algunos con cubiertas de cuero gastadas, otros con colores vivos. Había de todo: novelas clásicas, poesía, filosofía, incluso manuales de jardinería.
Me levanté despacio y me acerqué.
Pasé los dedos por los lomos, leyendo los títulos.
Tolstoi, Kafka, Camus, Austen, Dickens…
Todo ordenado por orden alfabético, como si alguien hubiera querido mantener cada cosa bajo control.
Pensé en lo que Britta había dicho: que Leanr leía mucho cuando era joven.
Eso explicaba el tipo de hombre que era. Serio, observador, callado.
Alguien que aprendió a mirar sin hablar demasiado.
Tomé un libro al azar: Jane Eyre.
El olor a papel antiguo me tranquilizó.
Lo abrí en una página cualquiera y me senté en el sillón de enfrente, cerca de Helena.
Ella me observó con el rabillo del ojo.
No dijo nada, pero su mirada se suavizó un poco.
Como si mi simple presencia no le molestara.
Así pasaron los minutos.
Yo leyendo en voz baja para mí misma, ella mirando por la ventana.
A ratos parecía dormida, a ratos solo ausente.
Y aunque no hablamos, sentí que algo había cambiado.
No era amistad ni confianza.
Era… compañía.
El tipo de compañía silenciosa que no exige nada, pero que sirve de recordatorio de que todavía hay alguien ahí.
Para eso era que Leanr me había traido.