El reloj de péndulo marcó las seis con su sonido grave y lento.
Cerré el libro que había estado leyendo —ni siquiera recordaba cuántas páginas llevaba— y me levanté con cuidado.
Helena seguía en su sillón, con la vista fija en la ventana.
La luz del día ya casi se había ido; solo quedaban los últimos tonos anaranjados que se mezclaban con el gris del cielo.
Britta apareció en el umbral, puntual, como si tuviera un reloj interno que nunca fallaba.
—Ya puedes marcharte, Clara —dijo sin sonreír, aunque su voz no sonaba dura—. Mañana a las diez, como acordaron.
—Sí, claro. —Guardé el libro en su lugar, revisé que no hubiera dejado nada en la mesa y tomé mi bolso.
Britta recogió la bandeja con las tazas vacías.
—¿Quieres que te acompañe a la puerta?
—No hace falta, gracias. Ya ubico el camino.
Ella asintió y salió del salón, dejando tras de sí ese mismo silencio que parecía habitar en toda la casa.
Me puse el abrigo y ajusté la bufanda. Antes de salir, miré de nuevo hacia donde estaba Helena.
Seguía ahí, quieta, mirando la ventana.
Por un momento pensé que sería grosero irme sin despedirme, aunque no esperaba respuesta.
Di un paso hacia ella.
—Me voy, Helena —dije en voz baja, para no romper del todo la calma—. Nos vemos mañana.
Giré sobre mis talones, lista para salir.
Pero entonces escuché algo.
—Nos vemos mañana —respondió ella, con un hilo de voz.
Me detuve. No me giré de inmediato, solo cerré los ojos unos segundos.
No lo esperaba.
Era la primera vez que hablaba desde que llegué.
Me di vuelta despacio.
Helena no me miraba.
Seguía observando el paisaje, pero sus labios aún se movían, como si probara la frase.
“Nos vemos mañana.”
Sonreí, sin saber bien por qué.
No era una gran conversación, ni una muestra de cariño.
Pero después de todo el silencio del día, esas tres palabras sonaron como una pequeña victoria.
—Hasta mañana, Helena —repetí.
Ella no dijo más, pero el leve movimiento de su cabeza fue suficiente.
Salí del salón con el corazón más liviano.
Atravesé el pasillo en silencio, recogí mis botas en la entrada y me las puse. Afuera, el aire frío me golpeó el rostro, pero esta vez no me molestó.
Apenas doblé la esquina de la casa, sentí el frío en los huesos.
El viento había cambiado, y el cielo se veía más oscuro que hacía media hora.
Apreté la bufanda y seguí caminando. La calle era tranquila, con casas amplias, todas iguales, con faroles encendidos. No había nadie.
Solo el sonido de mis pasos sobre la acera húmeda.
No había avanzado ni una cuadra cuando un auto negro se detuvo junto a mí.
El vidrio del copiloto bajó y un hombre sacó la cabeza.
—¿Clara?
Me detuve en seco.
El corazón me dio un salto.
—¿Sí? —respondí con cautela.
El hombre sonrió apenas.
—Soy Pierre, el chofer del señor Håkansson. Él me pidió que la lleve a casa.
Lo miré sin acercarme.
Era joven, tal vez treinta y pocos.
Cabello negro, liso y bien peinado. Traje oscuro, corbata ajustada.
Parecía más un ejecutivo que un chofer.
—Gracias —dije—, pero puedo ir sola.
Pierre frunció el ceño.
—No insistiré, pero sería más cómodo. Está lejos.
—No importa. Prefiero caminar.
—Como quiera. —Hizo una pausa—. Solo pensé que sería más fácil.
Asentí, dando un paso atrás.
No parecía peligroso, pero tampoco iba a comprobarlo.
Pierre pareció entenderlo.
—No soy sueco —dijo entonces, con un acento leve—. Soy francés. Vine hace cinco años. El clima sigue siendo mi peor enemigo.
No pude evitar sonreír.
—Bueno, al menos no soy la única que se queja del frío.
—Exacto. —Su sonrisa se ensanchó un poco—. Tal vez nos vendría bien un amigo en este país tan callado.
—Tal vez sí —respondí—, pero por ahora prefiero caminar.
Él asintió despacio, sin ofenderse.
—Está bien, Clara. Caminar a las seis no es tan peligroso como todos dicen. Solo tenga cuidado con los charcos, el hielo no perdona.
—Lo tendré en cuenta.
Pierre levantó la mano a modo de despedida y arrancó el auto, perdiéndose entre las luces del camino.
Suspiré.
El gesto había sido amable, pero igual me dejó tensa.
No conocía a nadie. Ni a él, ni a Britta, ni a Helena. Ni siquiera al hombre que acababa de contratarme.
Seguí caminando hasta llegar a la parada de buses.
Había un pequeño techo de metal y dos bancos fríos.
Me senté, esperando que algún autobús pasara con el número que reconociera.
Pero no recordaba cuál me traería de vuelta.
Encendí el teléfono y traté de abrir el mapa.
Nada.
La señal iba y venía.
Actualicé la página tres veces y aún así, la pantalla seguía en blanco.
Miré a mi alrededor.
Nadie.
Solo autos que pasaban rápido, el ruido de las ruedas sobre el pavimento mojado.
Empezó a lloviznar.
Al principio eran gotas sueltas, pero pronto se volvió una lluvia más seria.
Me cubrí con el abrigo y encogí los hombros, mirando el reloj del teléfono.
Eran las seis y cuarenta.
Llevaba más de veinte minutos ahí.
Un auto se detuvo frente a la parada.
El vidrio se bajó.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó un hombre en sueco.
No entendí todo, pero capté la intención.
Fruncí el ceño.
—Estoy bien —respondí en inglés.
El tipo insistió, repitiendo la pregunta más despacio.
Esta vez sí entendí cada palabra.
—Dije que estoy bien —repetí, esta vez en sueco.
El hombre levantó las manos.
—No quiero molestarte. Solo pensé que necesitabas ayuda. Te vi desde el restaurante, llevas media hora aquí y no tomas ningún bus.
—Estoy esperando a alguien —mentí.
—Ah. Bueno… —Se detuvo, observándome—. Solo quería asegurarme. Está lloviendo más fuerte.