Un café en Estocolmo

Capitulo 14

Eran las ocho de la noche cuando por fin llegué a casa.
Empapada.
El abrigo goteaba, las botas hacían ruido en el suelo y el pelo me pegaba al cuello.

La puerta del edificio se cerró detrás de mí con un golpe seco.
Subí las escaleras sin fuerzas, con la bolsa colgando del hombro y el móvil en la otra mano.
La pantalla parpadeó un segundo y, milagrosamente, apareció el ícono del wifi.

—Por fin… —murmuré.

El teléfono vibró con notificaciones atrasadas.
Mensajes del grupo de la beca, un correo de la universidad, una alerta del banco.
Nada que ayudara.

Solté una maldición en voz baja.
Estaba harta.
Cansada de los días que empezaban con promesas y terminaban con frío y frustración.

Dejé el bolso sobre la mesa y me quité las botas con un golpe.
El piso estaba helado.

Me metí al baño, abrí el grifo y recé porque el calentador funcionara.
Tardó unos segundos, pero al fin el vapor llenó el espejo.
Gracias a Dios.

El agua caliente me recorrió el cuerpo como un alivio.
Lavé el cabello, me quedé quieta un rato, con los ojos cerrados.
Era el único momento del día en que podía no pensar.

Cuando salí, me envolví en la toalla y me senté en el borde de la cama.
El silencio del apartamento era casi un consuelo.

Me levanté y fui a la cocina.
Encendí la cafetera.
Nada de cenas elaboradas, nada de sopa ni pan.
Solo café.
Mis prioridades estaban claras: sobrevivir el día.

Esperé los cinco minutos eternos mientras el aroma llenaba la habitación.
El sonido del goteo era lo único que se oía.

Serví la taza y le di un sorbo.
El café estaba hirviendo.
Me quemé la lengua.

—Perfecto —bufé, dejando la taza sobre el mesón.

Las lágrimas me bajaron sin permiso.
No era solo por la quemadura.
Era por todo.

A lo mejor debí subirme al coche con Pierre.
A lo mejor habría llegado seca, sin tener que correr bajo la lluvia, sin sentir que todo era una mala broma.

Malas decisiones.
Mi vida era una colección de malas decisiones.

O tal vez el problema no era hoy, sino todo lo anterior.
Tal vez era que mi ex se había casado y embarazado a otra mientras yo todavía intentaba pagar el alquiler.
O que mi beca seguía “en proceso de revisión” desde hacía dos meses.
O que ese “cuando llegue el dinero” cada vez sonaba más a nunca.

Tomé otro trago de café, más despacio esta vez.
Me ardió igual, pero lo soporté.
Era eso o sentir frío otra vez.

Apoyé la cabeza en la mano y miré el reloj del microondas: 20:27.
Ni siquiera tan tarde.
Pero estaba agotada como si hubieran pasado tres días seguidos.

Miré el teléfono de nuevo, no había nada nuevo. Ni siquiera un mensaje del jefe.No que lo esperara, pero igual lo revisé.

Me reí sola.
—Claro, Clara. Ahora te vas a poner a esperar mensajes de un tipo que ni conoces.

Suspiré y me levanté.

Estaba desesperada por atención. Aun siendo un loco facilmente me sonrojaría si me escribía a esta hora.

O tal vez solo me intentaba engañar a mi misma.

***

El timbre sonó justo cuando terminé el café. El ruido me sobresaltó y casi me lo tiro encima.

Eran las nueve menos cinco.
Nadie tocaba mi puerta a esa hora.

Pensé que sería Lina, mi vecina del pasillo.
Siempre venía a pedirme azúcar o a contarme algo de su gato enfermo.
Así que no lo dudé mucho.

Dejé la taza en la mesa, ajusté la toalla que apenas me cubría y caminé hasta la puerta.

—Ya voy —dije, medio riéndome de mi aspecto.
Tenía el cabello mojado, la piel húmeda y la toalla anudada sobre el pecho.
Nada elegante, pero Lina ya me había visto peor.

Giré la perilla.
Abrí la puerta.

Y el aire se me quedó en los pulmones.

No era Lina.
Era Leanr.

De pie frente a mí.
Camisa negra, abrigo largo, el cabello peinado hacia atrás como siempre.
Ni una gota de lluvia, ni una arruga.
Perfecto.

Yo, en cambio, parecía recién salida de una lavadora.

Él me miró de arriba abajo. No con descaro, sino con sorpresa real.
Sus cejas se arquearon apenas.
—No esperaba interrumpir.

—Yo tampoco esperaba visitas —alcancé a decir, tragando saliva.

Intenté cubrirme mejor con la toalla, lo que probablemente solo empeoró la situación.

—¿Puedo pasar? —preguntó, con esa voz grave que parecía siempre en control.

—Ah… sí, claro. —Retrocedí un paso, aún en shock—. Lo siento, pensé que era mi vecina.

—Veo que —dijo, entrando despacio— no lo era.

Cerré la puerta detrás de él, intentando recordar cómo respirar.

—¿Qué… qué haces aquí? Pensé que estaba en Italia.

—Lo estaba. —Dejó su abrigo sobre una de las sillas, sin pedir permiso, como quien no sabe hacerlo de otra manera—. El asunto terminó antes de lo previsto. Volé de regreso esta tarde.

—Ah —murmuré, sin saber a dónde mirar.

Él observó el pequeño departamento. La cocina, el sofá, la mesa desordenada.
Todo olía a café recién hecho y humedad.

—Vive sola —dijo, más como una constatación que una pregunta.

—Sí. —Me crucé de brazos, consciente de mi aspecto—. No suelo recibir visitas.

—Lo noto.

Lo miré, y por primera vez, vi una sombra de sonrisa en su rostro. Muy leve, casi imperceptible, pero ahí estaba.

—¿Sabes que no era necesario venir? —pregunté, intentando sonar natural.

—Lo sé —respondió él, con calma—. Pero Pierre me dijo que rechazaste que te llevara. Y luego me escribió que había empezado a llover. Quise asegurarme de que llegaste bien.

—Estoy bien. —Me toqué el cabello húmedo, como si necesitara demostrarlo—. Un poco empapada, pero viva.

—Eso veo. —Su mirada bajó involuntariamente hacia la toalla.

Yo seguí la dirección de su mirada y quise que el suelo me tragara.




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