En la opulenta sala de audiencias del castillo de Moniac, dos poderosos monarcas amenizaban una prolongada disputa que establecería las bases de una alianza significante de la tan anhelada paz, que durante tantos años les estuvo negada. Sentados frente al otro a cada lado de una ostentosa y fina mesa, ambos reyes continuaban su apasionado dialogo, esperando buscarle un fin aceptable.
-En cuanto a las riquezas de Quemet, se dividirán equitativamente entre ambos reinos-. Decía con sosiego el rey Teodor, señalando con su dedo dicho punto en el pergamino sobre la mesa. –Las actividades comerciales y mercantiles seguirán en su orden natural, con la única excepción que transitarán y desarrollarán en un mismo espacio compartido-.
-Me parece acertado-. Responde con la misma calma y lasitud el rey Sebastián, mirando con detenimiento aquel largo pergamino frente a él.
-Bien, su alteza, me parece que ese es el último punto a tratar. ¿Al menos que solicite hacerle al mismo alguna “necesaria” modificación?-.
-No. Creo que este último precepto es más que aceptable-.
-Entonces, si ya no hay más objeciones de su parte, me complace decirle que hemos terminado-.
-Me alegra escuchar eso-.
-Ahora…..solo necesitaré su firma, alteza-. Dice el rey Teodor, ofreciéndole una fina pluma e indicándole el lugar donde firmar.
El rey Sebastián, aun con su vista fija en el pergamino, solo permanece gobernado por un profundo silencio y patente indecisión reflejada en su rostro.
-Veo que aún guarda dudas respecto a esto-. Le dice el rey Teodor, al verlo en una lucha interna de dilemas.
-Se equivoca. Solo estaba verificando que todo este escrito como lo acordamos-. Le responde con firmeza el rey Sebastián, levantando su mirar hacia él.
-Por supuesto-. Le contesta con ludibrio el rey Teodor, sosteniéndole la mirada. –Entonces firme, su alteza. Solo con ambas firmas, el decreto de paz será efectivo y totalmente aplicable-.
Otro asfixiante momento de silencio invadió la lujosa sala, solo sintiéndose la ingente pesadez de dos frías miradas luchando por doblegar a la otra.
-Ahh……Bien-. Firma finalmente el rey Sebastián, después de un grave y abatido suspiro.
-Excelente. Esta hecho. Me llena de un enorme jubilo llamarlo oficialmente mi “aliado”-. Le dice el rey moniaco, tendiéndole la mano para esperar ser estrechada.
-Comparto su sentimiento-. Dice con disfrazado desdén el rey Sebastián, estrechándole la mano.
-Entonces, al fin damos por terminada esta audiencia real. Solo nos falta fijar la fecha exacta para sellar el compromiso entre nuestros hijos y dar por iniciada nuestra alianza-. Dice el rey Teodor, comenzando a enrollar el pergamino.
-Si-. Responde con cierto pesar el rey Sebastián, viendo únicamente a la nada.
-Ya que mencionamos el tema su majestad y, sin afán de agravio, ¿Me permitiría preguntarle si ya le ha informado a su bella hija sobre su inminente matrimonio?-. Le pregunta con tenue cautela el rey Teodor.
-Ya le había dicho anteriormente, su alteza, que todo lo referente a mi hija era de carácter censurable-.
-Solo me interesa comprobar que una de las partes claves para la puesta en marcha de nuestra alianza, esté asegurada-.
-¿Y supongo que su hijo, el príncipe Alexander, ya está enteramente informado sobre tan crucial acción?-.
-Por supuesto-. Contesta con seguridad el rey Teodor.
El rey Sebastián le mira en silencio con recelo y duda por un extenso momento.
-No-.
-¿Qué ha dicho?-.
-No he hecho del conocimiento de mi hija absolutamente nada relacionado a este asunto-.
-Vaya….debo admitir que eso si es inesperado. Pero de cierto modo comprendo sus motivos, no es fácil decirle a una radiante y hermosa joven que deberá desposarse eternamente con un completo desconocido. Y tal grávido desconcierto solo crece, si dicho joven es el príncipe del reino vecino con el cual se han mantenido disputas desde siempre-.
-No espero su comprensión. Sean esos mis motivos para callar o no, ciertamente no espero el entendimiento de alguien que solamente tuvo un hijo varón-.