Tal como lo había profesado, el rey Sebastián emprendía su camino de regreso a Kass. Después de permanecer dos días bajo la hospitalidad del rey Teodor, decidió que alargar su estancia un día más seria excesivamente egoísta e inútilmente innecesario. Y mientras el rey empezaba su largo camino de vuelta a Kass, el príncipe Benjamín se encontraba tratando algunos asuntos concernientes al reino. Desde el segundo día de la partida del rey, el príncipe le había insistido al médico real que le otorgara el alta definitiva, jurando fervientemente que ya se sentía enteramente recuperado. Después de tanto hostigamiento, el medico termino por aceptar, y desde ese mismo día el príncipe se había reincorporado a las demandantes actividades de la corte real, eludiendo incluso la firme negativa de la princesa Emilia, quien al final, también opto por aceptar. Ese día en particular, se habían presentado disturbios en los límites de la frontera de Quemet, donde comerciantes de telas habían iniciado una feroz disputa con comerciantes Moniacos que pretendían ocupar un mayor espacio para sus ventas. El conflicto pronto fluctúo de agresiones verbales a agresiones físicas que forjaban prontamente el camino a la más inhumana brutalidad. Afortunadamente los guardias reales detuvieron a tiempo la creciente pelea y, luego de reprimir y exiliar fuera a los comerciantes Moniacos, arrestaron a los hombres Kassianos y los escoltaron hasta el príncipe, como el regente temporal del reino. El príncipe observo a los 5 hombres arrodillados con sumisión y leve rebeldía frente a él, todos de edades oscilantes entre los cuarenta y cincuenta años, con la experiencia y el fervor marcados en sus facciones, facciones ahora corrompidas por los vestigios de golpes y sangre anteriormente ganados. La sala del trono permaneció en silencio por un hostigante e incierto momento, solo sintiéndose la asfixiante tensión que la espera de un torturante castigo proveía. El príncipe se levantó del ornamentado trono dirigiéndose con gracia y lentitud hacia las cohibidas almas ante él, hasta quedar frente a ellos.
-Caballeros, me han informado de sus censurables actos cometidos esta mañana. Sin embargo, aunque conozco los pormenores de tales hechos, me gustaría oír su versión de los mismos-. Les dijo el príncipe, escrutando con su azulada mirada a cada uno de ellos.
Los hombres se miraron entre sí, no ocultando su asombro ante tal inusual solicitud. Después de un leve momento, el hombre con más heridas reinando su rostro, hablo.
-Mi príncipe, nos encontrábamos ubicados en nuestro lugar habitual de venta, los límites de la frontera, justo a un extremo de la entrada que conecta con Moniac-. Hablo el hombre con frágil voz, luchando por mantener su firmeza. –Nuestro compañero, Francis, había sido llamado por su esposa con urgencia, por lo que abandonó su puesto más temprano de lo habitual. Y entonces…..-. Trato de argumentar el hombre, pero fue bruscamente interrumpido por su compañero de al lado.
-¡Y entonces una rata moniaca tomo el lugar tan descaradamente como si no le importara a quien perteneciese!-.
-¡RAMER!- Grito con alarma el hombre que inicialmente estaba hablando.
-¿Qué Labid? Solo digo la verdad a su majestad-.
-Pero esa no es la for…….-.
El príncipe acalló nuevamente al hombre alzando su mano como señal de silencio, mirando exclusivamente a su efusivo compañero.
-Tu nombre es Ramer, ¿es verdad?-. Le interrogo con tranquilidad y decisión el príncipe.
-Así es, su majestad-. Le responde el hombre, con una exagerada reverencia.
-Según tus palabras, Sir Ramer, afirmas que un ciudadano moniaco tomo sin permiso y con proclamado descaro un territorio que no le correspondía por decreto estipulado, ¿es correcto?-.
-Asi es, majestad-.
-¡Ramer basta!-. Trato de intervenir Labid, pero nuevamente fue censurado por el príncipe.
-Entonces, y según lo que testificas, la solución que encontraron para tal grávido problema fue iniciar una sangrienta y extremista disputa sin considerar ni por un mínimo de segundo el intentar dialogar con el joven moniaco ¿es verdad? -. Le cuestiona el príncipe con reproche, mirándole con fijeza.
Ramer no puede ocultar su asombro y desconcierto ante tales afirmaciones, abriendo al límite sus ojos y boca, y guardando un demandante silencio. Su compañero, Labid, permanecía inmóvil reinado por el mismo sentimiento de sorpresa, pero ocultándolo manteniendo su frágil mirada cabizbaja.