El cansancio reclamaba cada centímetro de su cuerpo, una aflicción casi levemente comparable al más potente y desgastador veneno, pero menos tolerable que el punzante dolor de cabeza que en esos momentos le torturaba. Con parsimonia, se dejó caer en una de las esquinas de la amplia cama perfectamente dispuesta en el opulento lugar. Cerró sus ojos y se masajeo con desespero la frente mientras que con su otra mano se liberaba de la sofocante y enaltecida capa de terciopelo rojo que recubría sus hombros. Sus antes, tenaces ojos azules, ahora se veían eclipsados por el más insondable tedio y el más ostensible desasosiego. Apartó con sigilo aquel importante ornamento sobre su cabeza y lo sostuvo entre sus manos con fragilidad y cuidado. Censurando cualquier reflejo de emoción, fijó su mirada en el fulgente objeto, y se permitió perderse al fin en sus más subrepticios pensamientos. La patente inconformidad y recelo que le habían profesado hasta el más leal de sus nobles súbditos, el palpable repudio ante la sola noción de considerar a los moniacos como iguales y la promesa vacía de una alianza que, a su concepto, carecía de toda solidez de cumplimiento. Tales tormentosas problemáticas capturaban su sueño y, con ello, su ansiado momento de pleno descanso. Pero era otra pena más grande la que le afligía el alma. Un suplicio incluso más mortífero que cualquier debate a su palabra. El eminente compromiso de su hija. Una avenencia que el mismo había inusitado……y aceptado. Ya no se le permitía el arrepentimiento ni la vicisitud de sus convicciones. Lo que pudo ser ya estaba sepultado en el olvido y lo que sería estaba firmemente gravado en oro sobre el fino hilo del porvenir. Emilia tal vez estaba condenada a vivir en un entorno de miseria y dolor, algo hasta ahora tan ajeno a ella, que el sólo pensar que lo experimentaría tan vívidamente, se asemejaba a una abominable pesadilla. Sin duda, había perdido mucho con su ambición, que aunque sabía tal decisión estaba muy bien justificada y era indudablemente la más correcta, ocultaba bajo su ensamblaje sus más profundos intereses personales y sus más cuestionables deseos.
Pero ahora dudaba del valor de tales ganancias. El perder a su única hija y el haber ganado un profundo odio por parte de su primogénito y más amado hijo, le destrozaba en infinitas desilusiones el regocijo de su éxito. Se sentía, como si ese objetivo que siempre le fue inalcanzable, ahora no fuera más que su eterna condena.
Unos toques a su puerta desviaron el curso de sus meditaciones. Con un largo suspiro, volteo hacia dónde provenía el ruido, mirando con expectante irritación.
-Creí haber declarado firmemente que absolutamente nadie, sin excepción alguna, perturbara mi descanso-. Reprimió, con amenazante y gruesa voz, un templario tono que solo utilizaba cuando sus fortalezas le habían abandonado y la irritación y el enfado le dominaban.
-Perdone mi falta, su majestad…-. Habló la cohibida voz de un hombre desde el otro lado de la puerta. -pero me ordenó que en cuanto el rey y príncipe de Moniac estuvieran dispuestos en sus habitaciones, se lo comunicará inmediatamente-.
“Varyd”, pensó el rey Sebastián, su más leal caballero, y su guardia personal. Con el tedio que le asfixiaba, había olvidado sus designios y sus deberes restantes. Volteo de nuevo hacía la destellante pieza entre sus manos y después de dedicarle una derrotada mirada, la colocó en el fino mesal junto a la cama. Se levantó para caminar hacia una pavorosa silla cubierta de acolchado rojo puesta a la par del lujoso ventanal que iluminaba la habitación, y se acomodó en ella con seguridad y porte.
-Adelante-. Le indicó, con un tono más apacible que el anterior.
-Majestad-. Valyd le dedicó una acentuada reverencia.
-Omitamos las formalidades, Valyd……-. Le exigió, haciéndole un ademán para que se levantará y viéndole con fijeza. -Dime, ¿la realeza Moniaca fue acomodada en las habitaciones fijadas?-.
-Si, majestad-. Afirmó, levantándose. -Todo transcurrió conforme lo planeado-.
El rey meditó su respuesta, tratando de encontrar en su escrutinio alguna problemática ignorada.
-¿Manifestaron…..-. Dijo finalmente, entre cerrando sus ojos con sospecha. -alguna modesta objeción sobre la naturaleza “simplista” de sus aposentos?-.
-No alteza-. Contestó un poco extrañado. -De hecho, puedo alegar que se mostraron complacidos-.
-Por supuesto….-. La ironía bañaba la voz del rey Sebastián, quien no dudaba de las falsas intenciones de sus reales invitados. Después de todo, el ilusorio decoro era frecuentemente esencial en la monarquía. Preocupante, cuando despojada al concepto de un reino de su riqueza apreciativa, pero irrelevante, cuando otros prospectos adquirían mayor valía. Y en esos momentos, el rey Sebastián sólo podía contemplar una cosa. Dejó de ver al hombre frente a él y desvío la cabeza hacia un lado, donde un amplio librero, de colecciones varias, recubría la tapizada pared. Era consiente que evadía a Valyd, y que este tal vez se había dado cuenta de ello, pero nunca se permitía mostrar debilidad o algún sentimiento contrastante, en especial con alguno de sus súbditos, aunque se gozará de la confianza necesaria para considerarlo. -Mis hijos, ¿ya se encuentran en sus aposentos también?-. Finalmente, se atrevió a preguntar, conservando la dureza en su voz.
-La princesa Emilia subió a sus habitaciones hace algunos minutos y, después de unos momentos, el príncipe Benjamín le siguió para hacerle compañía-.