Un chico mágico

UN CHICO MÁGICO

UN CHICO MÁGICO

 

         Después de una semana decidí hacer rutina el sacar a mi perro a pasear por las tardes. Y no, no era por el amor que le tenía a rechinidos, que en realidad sí lo amo, sino por la curiosidad que me causaba ese chico.

         La primera vez que lo vi fue un miércoles en el que el sol ya estaba exhausto y dejaba su puesto a una resplandeciente luna. Las calles, una a una, se teñían del color cobrizo de los últimos rayos de la tarde, y fue ahí cuando apareció él. Sólo necesito cerrar los ojos para recordar cada detalle de ese momento: su sonrisa, la ilusión en sus ojos y la alegría de quien espera algo bueno del mundo. Llevaba en sus manos dos cuadernos que abrazaba contra su pecho y en sus hombros una pequeña mochila que seguramente estaba vacía de tan ligera que se miraba. Ese día no me quedó más remedio que observarlo a la distancia mientras rechinidos tiraba de mí para correr detrás del gato de alguno de los vecinos. Con la mirada fui siguiendo sus pasos hasta que simplemente desapareció en la intersección de dos calles.

         No podría decir que fue lo que me cautivó en primera instancia, no lo supe en su momento y sigo sin saberlo ahora. Tal vez fue su curiosa forma de caminar en la que parecía estar dando pequeños saltitos. O su oscuro cabello que absorbía cada agonizante rayo de sol que llegaba hasta él. No lo no sé y no quiero saberlo. Porque así funciona la atracción. Se esconde en esas pequeñas incertidumbres y no te dejan pensar en otra cosa que no sea esa persona.

         Al día siguiente ahí estaba de nuevo. Yo estaba sentado en una maltrecha jardinera mientras rechinidos mordía los restos de un juguete de goma. En su rostro ya no estaba esa sonrisa del día anterior ni en sus ojos esa alegría contagiosa y esperanzadora. Esta vez parecía estar pensando en el mayor de los dilemas de la existencia humana, en su semblante no cabía más que la duda y la confusión.

Así pasaron uno. Dos. Tres. Cuatro…

Siete días.

Siete días en los que yo esperaba siempre en la misma jardinera a que él pasara. Siete días en los que veía poco a poco como se derrumbaba algo en su interior. Tal vez su alegría. Tal vez su voluntad. Y no quiero saberlo porque de ser así me derrumbaría junto a él. De lo que sí estoy seguro es que aquella sonrisa del primer día parecía haberse ido para jamás volver. Ese séptimo día decidí soltar a mi perro para que pudiera correr libremente por el parque y así concentrar toda mi atención en él. Ese día únicamente traía la mochila sobre sus hombros y los brazos laxos a los costados. Observé con atención como se detenía y miraba en todas direcciones, buscando, sin en realidad buscar, a alguien que lo ayudara. Y lo que hizo después me dejó tan sorprendido que me tomó varios segundos salir de mi estupor y correr a ayudarlo.

Se había sentado en la orilla de la acera y se había puesto a llorar. Pero a llorar con ganas. Desde el otro lado de la calle era capaz de notar como sus hombros se sacudían bruscamente cuando los sollozos abandonaban su cuerpo, como pequeñas e inocentes lágrimas escapaban de sus ojos y caían sobre el concreto ardiente.

Atravesé la calle sin mirar hacia los costados para cerciorarme que no hubiera autos acercándose. Y tengo que admitir que me quedé paralizado por otros segundos más. ¿Qué le iba a decir? ¿Cuál es la forma correcta de ayudar a alguien que ni siquiera conoces?

-Hey, amigo, ¿estás bien?

Sin despegar la vista del suelo negó lentamente. Sus manos temblaban y él hacía lo posible por disimularlo jugando con las piedrecillas del suelo, sorbiendo cada tanto por la nariz, sin poder dejar de llorar. Al no saber qué hacer o decir, me senté en el suelo junto a él, tan cerca que si hubiera querido lo habría tocado con un pequeño movimiento.

Pasaron unos minutos en los cuales yo trataba de no verlo directamente, de respetar su espacio y su silencio. A veces esa es la mejor forma de ayudar a alguien. Y fue así hasta que decidió ponerse de pie y enjuagarse las lágrimas que quedaban sobre sus ojos con el dorso de la mano.

-¿Puedo ayudarte en algo? –le pregunté al ponerme de pie. Me quedé frente a él, contemplando su rostro que comenzaba a enrojecerse. Era unos cuantos centímetros más alto que yo por lo que necesitaba alzar un poco la cabeza para mirarlo  a los ojos, a esas dos pequeñas y oscuras esferas que parecían dar gritos de auxilio.

Negó con la cabeza y me esquivó para seguir con su camino. Di media vuelta sin saber cómo continuar.



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En el texto hay: gay, amor, amistad

Editado: 26.02.2019

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