Ross
El casco aprieta mi cabeza como si quisiera exprimir los pensamientos que no me dejan en paz.
El sudor me arde en los ojos, pero no es por el calor. Es por lo que vi. Por lo que sentí.
Cierro los ojos con fuerza. El mundo desaparece por un segundo. El pasto, el ruido del estadio, la respiración entrecortada de mis compañeros… todo se va. Solo quedo yo y ese instante maldito que se repite en bucle.
Vamos, Ross. No pienses en ello. Fue un destello, una emoción fugaz, una chispa sin sentido que te tomó por sorpresa.
Sí. Tiene que ser eso. Tiene que ser eso.
—¡Hamilton, regresa a tu posición! —ruge el entrenador Robinson, y su voz corta el aire como un latigazo, volviéndome a plantar en el presente.
Trago saliva. El casco vuelve a encajar en mi cráneo con un clic seco, como una sentencia.
—¡Azul, 30! ¡Azul, 30! —grito, forzando mi voz a sonar firme, aunque por dentro todo esté a punto de derrumbarse.
Tomo el balón con firmeza. El cuero caliente por el sol se adhiere a mis palmas mientras avanzo entre los huecos de la defensa. Esquivo al primero, dejo atrás al segundo. La línea de la Linebacker se desarma por un instante, y lo aprovecho.
Dann se desliza a mi derecha, rápido y seguro. Lo veo pasar y lo sé: está listo para recibir.
Lanzo el balón en el momento justo, porque pronto recibo una tacleada que roza mi costado. El pase sale limpio, directo.
Sigo trotando, con el corazón latiéndome en los oídos, y lo veo atrapar el balón sin esfuerzo. En un segundo, cruza la línea de touchdown.
Seis puntos. Sonrío apenas.
—¡Entrenador! —grito con la voz aún agitada, alzando el brazo entre el bullicio.
Robinson gira la cabeza hacia mí, sus ojos como dos cuchillas afiladas, analizando cada movimiento. Después, sonríe con ese gesto tranquilo que solo muestra cuando todo va según el plan. Se acerca y me quita el casco con una palmada en el hombro.
—Estamos listos para esa jugada —digo con firmeza, sintiendo cómo la adrenalina me recorre como electricidad bajo la piel.
—Confío en ti, hijo —responde, su tono bajo pero lleno de convicción. Luego se incorpora, alto, con esa autoridad natural que impone incluso en silencio.
—¡Regresen allá a sus culos perezosos, nenazas! —ruge, su voz retumba como un cañón, y no necesitamos más. Todos salimos disparados al campo, volviendo a formarnos con una sincronía nacida de meses de entrenamiento.
El sudor ya no solo resbala: me ahoga. Me arde en los ojos, me empapa la camiseta. Pero lo ignoro. Esta jugada lo es todo.
El silbato suena, agudo, cortante. Mis músculos responden antes que mi mente. El balón cae en mis manos, y todo desaparece salvo la precisión del momento.
El número tres, nuestro liniero más sólido, bloquea los placajes con la fiereza de un muro. Aprovecho la apertura y retrocedo hacia la tercera yarda, cada paso medido, cada respiración contada.
Mis ojos se clavan en Prince, el número diez. Se mueve con la agilidad de un relámpago, ganando posición. No dudo. Lanzo. El balón vuela, trazando un arco limpio, y él lo atrapa con elegancia. Cruza dentro de la yarda necesaria y retrocede con control, asegurando la conversión.
El silbato suena otra vez. El árbitro alza el brazo. Jugada válida.
—¡Lo hicimos! ¡Maldita sea, sí! —grito, con la voz rota por la emoción, el orgullo desbordándome el pecho.
En un instante, todos corremos hacia Prince. Nos lanzamos sobre él entre risas, palmadas y gritos. Es nuestro momento.
Las animadoras aplauden con fuerza desde la banda, y entre sus voces, distingo el grito inconfundible de Meg, ese que siempre logra atravesar el ruido. Los chicos se ríen, celebran, y por un segundo, todo en el mundo está bien.
—¡Buen trabajo! —me susurro a mí mismo, casi sin poder creermelo del todo. Por el rabillo de mi ojo veo a el entrenador aproximarse, enseguida, se une al festejo.
Mi cabeza se ha mantenido alejada del pasado este día. Eso me deja estoico por un par de segundos porque por fin en mucho tiempo, las voces destrozadas de mi mente se han detenido para darme un respiro. Además, he logrado ser útil para mi equipo, eso me genera una felicidad que salta en mi pecho como torpedo.
Robinson aprieta mi hombro, y me observa con orgullo, entonces, asiento firme ante esa expresión, y sonrío ligeramente, peinando mi cabello hacia atrás. Una carcajada se le escapa al entrenador, pronto, me estrecha en un abrazo reconfortante y corto que me hace sentir un nudo en la garganta porque luce como un padre emocionado por los logros de su hijo.
—¡Terminamos el entrenamiento! ¡Vayan a limpiarse esos culos enlodados antes de que alguien piense que estamos entrenando en un pantano! —grita Robinson, y la risa es inmediata. Todos sabemos que esa frase es casi un himno a estas alturas.
Troto hacia Dann, que me espera con una sonrisa de esas que te dicen todo sin decir nada. Él me lanza un golpe en el hombro, más bien una palmada para hacerme tambalear, y lo sé, lo hace adrede.
—¡Lo hicimos, tío! Esa jugada salió, ¿te diste cuenta? —dice, con los ojos brillando de emoción.
—Sí, sí, ya te vi celebrando como si nos hubiéramos ganado la Super Bowl. Fue solo un pase, hermano. —Me río, pero dentro estoy igual de contento.
Ambos caminamos al vestuario, el sol sigue pegando fuerte y el calor es insoportable. Mi camiseta es un desastre, empapada en sudor, pero ni me importa.
—¡Hueles a queso! —dice Dann tapándose la nariz con dramatismo.
—¿Y tú a un gimnasio cerrado por 10 años? —le respondo, empujándolo con el codo.
—¡No soy yo, es tu sombra la que huele! —me lanza una carcajada.
El sudor sigue empapando mi camiseta, pero el calor no viene solo del sol. A medida que caminamos hacia el vestuario, siento el cansancio en cada músculo, pero algo dentro de mí sigue dándome vueltas.
Es como si el sudor que se me adhiere al cuerpo no fuera solo físico, sino también mental, como si algo estuviera pendiente. Dann me da un empujón con el hombro, rompiendo el silencio mientras ambos seguimos caminando.