Maya
A veces me pregunto cuánto silencio puede soportar una persona antes de quebrarse.
Hay momentos que no gritan, no explotan ni hacen ruido, pero pesan. Se acumulan en la espalda, detrás de la lengua, entre los dedos. Hoy es uno de esos días. Uno de esos silencios que no nacen del vacío, sino del dolor. De lo que no se dice, pero arde igual.
La habitación está en penumbra, iluminada apenas por la luz blanca que entra por la ventana. Afuera, la mañana sigue como si nada hubiera pasado. Pero aquí adentro, todo pesa un poco más.
Ross está de pie frente al espejo, con la espalda recta, los hombros tensos, el ceño fruncido como si pudiera contener con eso algo que ya lo está desbordando. Viste un traje oscuro, perfectamente entallado, que le da ese aire inalcanzable que siempre ha tenido. Pero yo no veo perfección en su reflejo. Veo grietas. Veo un dolor que lo abraza por dentro.
Sostiene una corbata desordenada en las manos, con los dedos rígidos como si olvidara cómo funcionan. Está intentando atársela, pero no lo logra.
Me acerco sin decir nada. El aire huele a colonia y a madera, una mezcla familiar que reconozco de inmediato. Tomo la corbata de sus manos con suavidad.
—Lo haré por ti —murmuro.
Él no responde. Solo asiente una vez, muy leve, sin apartar los ojos del espejo. Me cede el espacio como quien entrega una parte de sí que no sabe cómo manejar.
Empiezo a hacer el nudo con calma, tirando con precisión, acomodando la tela con mis dedos. El silencio entre nosotros no es incómodo. Es necesario. Mis yemas rozan su pecho al ajustar el último pliegue. Siento su respiración, contenida, apretada como si no se permitiera aflojar ni un segundo.
Él suspira. Es apenas un hilo de aire, pero lo dice todo.
—Gracias —musita.
—No tienes que decirlo —respondo sin mirarlo.
Alzamos la vista al mismo tiempo. Nuestros ojos se encuentran en el espejo. Hay un segundo suspendido, uno que no dura lo suficiente para ser algo más, pero sí lo justo para quedarse conmigo más tiempo del que debería.
Del pasillo nos llega el sonido amortiguado de pasos, risas ahogadas, un golpe seco contra la pared. La casa está viva.
Ross parpadea, como si despertara, y suelta un resoplido. Toma su chaqueta del respaldo de la silla y se la coloca con un movimiento seco. Me lanza una mirada rápida, breve, y con un gesto de cabeza me indica que es hora.
—Vamos. —dice.
Salimos de la habitación, cerrando la puerta tras nosotros. El pasillo está lleno del olor a perfume juvenil, desodorante en aerosol y el desorden propio de una casa universitaria.
En la sala están los demás. Prince se está ajustando el reloj mientras Megan le lanza una advertencia con los ojos. Colton está recostado sobre el brazo del sofá, lanzando las llaves al aire como si fuera un juego de paciencia. Y Dann, sentado en el borde del mueble más cercano a la puerta, repasa algo en su celular. Pero al vernos entrar, deja el aparato a un lado.
Sus ojos se fijan un instante en Ross. No dice nada, pero se pone de pie y le acomoda el cuello de la chaqueta sin pedir permiso. Un gesto seco, rápido, como si el silencio entre ellos bastara para entenderse.
—Ya está —murmura Dann, casi más para sí que para los demás.
Ross le da una leve inclinación de cabeza. No es agradecimiento explícito, pero lo suficiente. Entre ellos nunca hacen falta las palabras.
El grupo se pone en movimiento. Cada uno con su propio ritmo, con su forma de manejar lo que se viene. Porque hoy no es un día cualquiera. Y aunque no lo dicen, todos lo saben.
Cuando Ross abre la puerta principal, una ráfaga de aire fresco nos golpea de frente. El cielo está claro, de ese azul incómodo que a veces parece una burla. Afuera, el mundo no tiene idea de lo que llevamos dentro.
La SUV negra de Dann está aparcada justo frente a la acera. Brilla como si la hubiera lavado esa misma mañana, y probablemente lo hizo. Es meticuloso con su auto, casi tanto como con sus silencios.
Prince se adelanta con energía desbordante, abre la puerta trasera y se lanza dentro con una carcajada que no termina de encajar con el momento.
—Shotgun es mío, malditos —grita, ocupando el asiento del copiloto antes de que Colton pueda discutirlo.
Colton solo resopla, da la vuelta al vehículo y entra por el otro lado. Megan y yo vamos detrás de Ross, que toma el asiento detrás del conductor. Yo me acomodo a su lado. Megan sube última y cierra la puerta con suavidad, como si no quisiera romper nada.
Dann ya está al volante. No dice nada, solo enciende el motor con un giro firme de la llave. El rugido del auto nos envuelve un segundo, antes de que una música suave empiece a sonar desde los parlantes.
La SUV se pone en marcha. Las ruedas giran lentamente al principio, como si dudaran de hacia dónde vamos.
El trayecto al Queens College no es largo, pero el tiempo en el auto se estira. Cada uno parece encerrado en su propia burbuja. Afuera, la ciudad avanza sin detenerse: peatones que cruzan con el café en la mano, semáforos que cambian sin urgencia, niños que corren por una vereda sin saber de qué va la vida adulta.
Nadie habla durante los primeros minutos. Solo la música. Y el sonido de la ciudad.
—¿Creen que habrá mucha gente? —pregunta Megan finalmente, rompiendo el aire denso.
—Seguramente —responde Colton desde atrás, dejando su mano derecha sobre el muslo de ella, apretando suavemente en un gesto cariñoso—. Alex Lance era adorado por medio campus.
—Escuché que su novia dará el primer discurso. —menciona, Prince jugando con sus manos, como si no supiera donde ponerlas.
—Debe ser difícil para ella. —dice Dann sin girar la cabeza—. Tener que despedirle así.
Ross no dice nada. Mira por la ventana, con la cabeza levemente ladeada como si no escuchara nada, aunque sabemos que lo oye todo. A su manera, siempre lo hace.