Cada día se volvía más difícil. Vanessa se aferraba a mi vida como un faro en la oscuridad, iluminando rincones que había mantenido ocultos. Mi corazón, ese órgano frágil y caprichoso, latía al ritmo de una melodía incierta, recordándome constantemente mi propia vulnerabilidad y mi futuro incierto.
La presión de mantener a Vanessa lejos, de evitar que se involucrara más, se mezclaba con la angustia de herirla si algo sucedía. Me encontraba en un constante conflicto interno, entre el deseo de protegerla y la necesidad de apartarla de mi fracturada realidad.
Mientras tanto, mi madre, quien había sido testigo silencioso de mi batalla interna, luchaba con su propio dolor. Sus ojos reflejaban una preocupación constante, un temor palpable que irradiaba cada vez que miraba mi rostro. Había aprendido a esconder sus propios miedos para no añadir más peso a mi carga, la cuál no podía evitar sufrir por verme morir.
Los días pasaban entre las clases, las conversaciones con Vanessa y las miradas preocupadas de mi madre. Intentaba mantener una fachada de normalidad, pero la verdad era que me sentía atrapado en un torbellino emocional.
Vanessa, ajena a mi realidad, seguía acercándose. No entendía por completo las barreras invisibles que intentaba levantar, y cada vez que se acercaba, sentía cómo se debilitaban mis defensas.
Una tarde, después de clase, mientras caminábamos hacia nuestras casas, Vanessa tomó mi mano. Sentí cómo mi corazón aceleraba su ritmo, no solo por el gesto, sino por el miedo que eso despertaba en mí.
—¿Estás bien? —Preguntó, sus ojos reflejando una preocupación no bastante alejada de la que observaba en los ojos de mi madre.
Quería decirle que todo estaba bien, que no se preocupara por mí, pero las palabras se atascaron en mi garganta, formando un nudo imposible de soltar. En su lugar, solo pude asentir, incapaz de explicarle la verdadera razón por la que debía alejarme, tal y cómo me había propuesto durante toda la semana.
La miré por un momento, y en sus ojos vi un destello de comprensión, como si intuyera algo de lo que me pasaba (aunque a ciencia cierta sé que no es así). Pero en lugar de presionarme, ella simplemente apretó suavemente mi mano y siguió caminando a mi lado.
Esa noche, en casa, mientras miraba el techo de mi salón, el peso de la situación se hizo más evidente. Mi madre, preocupada por mi silencio y mi mirada perdida durante la cena, se acercó al sofá y se sentó a mi lado.
—Hijo, sé que hay algo que te preocupa. No tienes que llevarlo solo —Dijo con voz suave y los ojos llenos de dolor.
Quería abrirme, contarle todo lo que estaba pasando, pero el miedo a preocuparla más, me mantenía mudo. Solo pude abrazarla con fuerza, intentando transmitirle todo lo que no podía decir con palabras.
Esa noche, entre lágrimas contenidas, comprendí que la situación se estaba volviendo insostenible. Sabía que debía tomar una decisión, aunque cada opción se sentía como un abismo amenazante.
Mi corazón latía con fuerza, recordándome que el tiempo no estaba de mi lado, que cada latido era incierto y frágil. Y en medio de esa realidad, me debatía entre la necesidad de proteger a quienes se acercaban y el deseo de fingir una vida normal.
El peso de mis decisiones se volvía cada vez más agobiante, y no sabía cuánto tiempo más podría seguir sin derrumbarme.
No podía herir a nadie más. No cuando la lluvia era todo lo que conocía mi madre desde hacía tanto tiempo.
Por eso tomé la decisión:mNo debías acercarte más. Aún estaba a tiempo de no romper tu corazón preocupada por unos latidos alquilados.