Un corazón navideño

Un corazón navideño

Dicen que los mayores deseos se materializan en navidad, y que cuando deseamos algo, un deseo de esos que anhelamos con el corazón, solo tenemos que cerrar los ojos, pensarlo con todas nuestras fuerzas, y entonces el universo se encargará de hacer que se haga realidad...

Me llamo Aitana y esta es mi historia.

 

Quince años antes...

—¿Qué pedirás para esta navidad, mi amor?

Preguntó mi madre, a pesar de saber que yo siempre deseaba lo mismo. Mi pequeño corazoncito estaba enfermo. Y aunque era pequeña, podía sentir cómo poco a poco, con cada día que pasaba, me iba debilitando.

Ella trataba de disimular muy bien su dolor, para darme fuerzas. Y podría jurar que esa fuerza era la que me mantenía con vida, pero aun así, podía sentir su tristeza.

—Quiero un corazoncito nuevo, mami —dije con una media sonrisa, algo amarga, pero a la vez cargada de ternura. Como solo los niños saben hacer, porque aunque sentía que algo en mí no estaba bien, era un ángel inocente, y los ángeles siempre muestran su mejor versión, aunque las cosas no anden del todo bien—. ¿Crees que Santa esta vez sí me escuche?

Cuestioné, e imagino que esta vez mi pregunta la hice con la tristeza reflejada en el rostro. Lo sé, porque en ese instante sentí que mi madre flaqueó.

Aunque con una rapidez sorprendente se repuso, y me mostró una serenidad que solo me trajo paz.

—Mi niña, hermosa, claro que sí —con las palmas de sus manos acarició mis mejillas. Las mismas que hacía un tiempo atrás eran regordetas, y que en ese momento ya no lo eran tanto—. Este año Santa Claus cumplirá la petición de tu corazón, mi pequeña —sonrió, y pude sentir cómo aquella expresión en el rostro de mi mami me impregnó años de vida—, ya lo verás.

Sus manos tensaron mis mejillas, como siempre hacía, y sonreí. Sus ojos brillaban con intensidad, al verse reflejada en ellos la luz tenue de mi pequeña habitación.

No sabía si eran lágrimas, pero hoy entiendo que lo eran. La inocencia que poseía en ese entonces no me permitía verlo.

—Yo soy buena, mami. Siempre me porto bien, pero no sé por qué ha demorado tanto en traer lo que le pido. Solo eso quiero mamá, solo eso. Si lo hace, juro que no pediré nada más, Santa Claus —mi cabecita se alzó al cielo como si él estuviera allí—. Quiero poder salir a jugar como lo hace mi hermanita. Pasear y conocer muchos lugares —mis ojitos volvieron a buscar a mi mami—. ¡Muchos lugares, mamá!

Chillé mientras la observaba, e inmediatamente mis pequeños brazos buscaron su cuerpo, y la estrecharon en un abrazo apretado, cargado de ternura.

—Y lo harás, mi amor —me dio aliento, aun sabiendo que por el poco dinero que teníamos, lo de viajar por el mundo jamás podría ser. Lo único que quizás podía tener, si algún Dios generoso se apiadaba de mí, era mi pequeño corazón—. Solo tienes que cerrar los ojos con fuerza, y pedir tu deseo todas las noches, antes de dormir.

Mientras me hablaba, sus brazos correspondían mi abrazo. Sus brazos, que para aquel entonces me parecían infinitos, me cubrieron, haciéndome sentir una calidez que solo el cuerpo de una madre suele dar.

Y me sentí feliz.

Feliz, porque la tenía a ella y a mi hermana, que eran mis más grandes tesoros. Porque un niño también sabe atesorar, e incluso lo hace mejor que un adulto, porque no atesora en lo terrenal...

Un niño atesora en el corazón.

En ese corazón que yo necesitaba y que desesperadamente andaba deseando. Lo deseaba tanto, pero tanto, que todavía puedo sentir ese sentimiento aquí en mi pecho.

No importaba si nuestra pequeña casita, que para una niña de apenas cuatro años era inmensa, tenía goteras y se estaba cayendo a pedazos. O si mi pequeña habitación no tenía los lujos o detalles que tenían las habitaciones que veía en la televisión. En aquella vieja televisión con imágenes carentes de color, donde solo podía apreciarlas.

¡Yo era feliz!

Aun con lo poco que teníamos. Con mi escaparate viejo hecho de madera, ya oscura por el accionar del tiempo. Con la pequeña muñeca de trapo que me había hecho mi mami, una a mí y otra a mi hermana.

Lo único que teníamos para jugar. Pero había sido hecha con amor, y el amor... suele teñirlo todo de color.

Así veía esa niña la vida: de colores.

Sintiendo aquel calor que solo me hacía sentir mi madre, cerré los ojitos y me quedé dormida, casi de inmediato. No esperaba soñar, porque desde hacía mucho tiempo no soñaba, sin embargo, esa noche resultó ser diferente a las demás.

Por primera vez en mucho tiempo, me fue devuelto lo que jamás se le debe negar a un niño: sus sueños.

Soñar dormido o despierto, carece de importancia, si no creemos en nuestros sueños, y yo creía.

¡Aún creo!

Me vi en un sendero donde la hierva era de un verde intenso, y todo estaba cubierto de flores hermosas, de muchos colores. No había nadie más que yo, sin embargo, no sentí miedo.

No había árboles a mi alrededor, en muchos kilómetros, solo hierva pequeña. Y en medio de ellas, las flores cantaban hermosas y suaves melodías, agradables al oído.

Las aves, que también se dejaban ver en medio del azul cielo, las acompañaban en su canto. Yo los admiraba, carente de palabras. Miraba creyendo que todo aquello era real, que formaba parte de mi vida.

Creí que estaba en una especie de paraíso terrenal al que me habían llevado, para recibir mi corazón. ¡Al fin Santa me había escuchado! Al fin había decidido ser dadivoso con esta pequeña niña.

Y con esos pensamientos, con la felicidad desbordante en mi pecho, comencé a bailar. Bailé y reí. Reí como nunca antes lo había hecho. Sentía tantas energías que comencé a dar volteretas. Muchas volteretas con mis pequeños brazos abiertos.

Así lo hice hasta que de repente... las energías que sentía, fueron desapareciendo. Y el paisaje se fue tornando lúgubre, oscuro. Primero gris, después negro, y caí al suelo.




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