Ethan Hamilton, presidente de los Estados Unidos, hombre de mirada gélida y corbatas más caras que el sueldo anual de un senador, observaba desde la ventana del Despacho Oval, los primeros copos de nieve del invierno, que cubría los jardines de la Casa Blanca. Sus decisiones podían cambiar el curso de la historia, pero nada absolutamente nada podía llenar el vacío que Claire había dejado. Y el resplandor blanco le recordaba dos cosas:
1. El vestido de boda de Claire, su difunta esposa, que brillaba como la nieve bajo el sol de aquel día de primavera.
2. Que debía llamar al jardinero porque el césped se veía demasiado perfecto, y eso le irritaba. La perfección era una mentira, una farsa. Como su presidencia. Como su vida.
Dos años. Dos largos, insufribles, interminables años desde que el cáncer se había llevado a Claire, dejándole un vacío que ni el poder, ni la fama, ni siquiera la capacidad de ordenar un ataque nuclear (en teoría) podían llenar. Lo único que le quedaba era Sofia, su hija de seis años, quien, desde el funeral, había decidido que el lenguaje humano era una invención sobrevalorada.
—Señor Presidente —la voz de su jefe de gabinete, Richard, sonó como un recordatorio de que la vida seguía siendo una serie interminable de reuniones aburridas —. La nueva niñera ha llegado.
Ethan no se volvió.
—¿Otra más? —preguntó, con un dejo de sarcasmo.
Habían pasado siete niñeras en seis meses. Siete mujeres que no habían logrado romper el muro de Sofía. La última, Miss Patterson, había huido después de que la niña escondiera todas sus chaquetas de lana en el congelador (un acto que, en secreto, Ethan había considerado merecido).
Ethan apretó la mandíbula. Ya habían pasado por siete niñeras en los últimos seis meses. Siete pobres almas que no habían logrado romper el muro de silencio de Sofi. La última, una tal Miss Patterson, había renunciado después de que Sofi le escondiera todas sus horrendas chaquetas de lana en el congelador (lo que, en opinión secreta del presidente, había sido un acto de buen gusto).
—Que pase —ordenó, ajustando el nudo de su corbata como si fuera una armadura contra la incompetencia emocional.
La puerta se abrió de golpe, como si alguien la hubiera pateado. Ghinger Donovan no camino irrumpió.
Jeans ajustados, una blusa que probablemente costaba menos que el café de Ethan, y unas botas de combate que hicieron que el Servicio Secreto se pusiera en alerta.
—Dios mío —susurró el agente Thompson—. Con esas botas podría patear a un hombre hasta la próxima administración.
Pero lo que realmente dejó sin aliento al presidente no fue su atuendo (aunque esas botas sí merecían una mención especial), sino sus ojos. Dos pozos de miel cálida que lo miraron directamente, sin miedo, sin reverencia, como si él no fuera el hombre más poderoso del mundo libre, sino solo... un tipo con mala actitud.
—Señor Presidente —dijo, con una voz que sonaba a whisky ahumado y madrugadas peligrosas—. Antes de empezar, necesito que sepa tres cosas.
Ethan cruzó los brazos, preparado para la típica lista de demandas ridículas.
—Primero —continuó Ghinger, contando con los dedos —. Los niños no son agendas políticas. Si Sofía quiere pintar las paredes de rosa, las pintaremos. Segundo: Si llora, la abrazaré aunque eso signifique arruinar su traje de tres mil dólares. Tercero... — Hizo una pausa dramática mientras extendía la mano —Exijo chocolate en las tortitas. Derretido. En cantidades que harían ruborizar a un cardiólogo.
Un silencio incómodo llenó la habitación.
Ethan sintió algo que creía muerto: el impulso de sonreír.
—¿Chocolate? —repitió, arqueando una ceja.
—Sí. Y si me lo niega, le advierto que tengo habilidades de infiltración. Como si estuviera negociando un tratado internacional.
En ese momento, un movimiento furtivo captó su atención.
**Sofía.**
La niña había estado escondida tras la puerta, observando con esos ojos grandes que habían heredado de Claire. Por primera vez en meses, había algo en su mirada: curiosidad.
Ghinger no lo ignoró. Se agachó hasta quedar a su altura, sin importarle que sus jeans rozaran la alfombra más cara del país.
—Hola, princesa —susurró, sacando un pequeño avión de papel del bolsillo —. ¿Sabías que estos pueden volar hasta la luna? Sólo si los lanza alguien muy especial.
Sofía lo miró con escepticismo.
—¿De verdad? —parecían decir sus ojos.
—Claro —continuó Ghinger, como si hubiera entendido perfectamente el silencio de la niña —. Pero primero necesitamos probarlo. ¿Me ayudas?
Y entonces, lo imposible sucedió.
Sofía, la niña que no hablaba, la niña que se negaba a interactuar con el mundo, extendió su manita y tomó el avión.
Ethan sintió que algo se quebraba en su pecho. Algo frío. Algo que llevaba demasiado tiempo ahí.
—Bien —dijo Ghinger, levantándose y mirando al presidente con una sonrisa desafiante —. Parece que tenemos un trato.
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Editado: 08.04.2025