El sol de la tarde doraba los jardines de la Casa Blanca, filtrándose entre las hojas de los robles centenarios y pintando de ámbar las fuentes de mármol. Era una escena de tranquilidad casi surrealista, rota únicamente por el taconeo preciso que resonaba sobre los senderos de piedra.
Victoria Grayson hacía su entrada como si los jardines presidenciales fueran su pasarela personal. Su traje blanco de Chanel que costaba más que el salario anual de tres agentes del Servicio Secreto combinado brillaba bajo la luz del atardecer. En sus manos llevaba una caja de chocolates de La Maison du Chocolat de París, envuelta en una cinta de seda roja. El gesto perfecto para conquistar a una niña de seis años. O al menos, eso creía.
Lo que no sabía era que Ghinger Donovan, la nueva y enigmática niñera de Sofía, era una tormenta perfecta esperando a que Victoria cometiera el error de subestimarla.
—Señorita Grayson, qué... sorpresa —dijo Matt, uno de los escoltas personales de Sofía, al verla acercarse con esa sonrisa de depredadora disfrazada de dama.
—Hola, Matthew —respondió Victoria, pasando junto a él como si fuera un mueble más del jardín—. Veo que hay cambios en el personal.
—Sí, señorita Grayson. La niñera anterior... no duró mucho.
Victoria esbozó una sonrisa que no llegó a sus ojos azul hielo. Claro que no duró. Ella misma se había encargado de que siete niñeras anteriores renunciaran o fueran despedidas. Pero esta... esta era diferente.
—¡Tía Vicky!
La voz cristalina de Sofía cortó el aire como un cuchillo. Victoria giró lentamente, preparando su mejor sonrisa condescendiente... y se congeló.
La niña estaba hablando. No solo eso: corría hacia ella con las trenzas al viento, los ojos brillantes de una energía que Victoria no le había visto en años. Desde el funeral de Claire, Sofía había sido un fantasma silencioso. ¿Y ahora esto?
—¡Chocolates de París! —exclamó Sofía, deteniéndose justo frente a Victoria con una sonrisa, con un vestido amarillo manchado de pintura.
—Cariño... —murmuró Victoria, forzando ternura en su voz mientras notaba cómo alguien se acercaba desde atrás de la niña—. Me alegra oír tu voz.
—Ghinger dice que los de pistacho son los mejores —continuó Sofía, ignorando el comentario—. ¡Pero a mí me gustan más los de limón con pimienta!
—¿Pimienta? —parpadeó Victoria, justo cuando una sombra alta se inter enponía entre ellas.
La mujer que se plantó frente a Victoria podría haber sido esculpida en mármol: pelo rubio largo impecable, ojos grises que evaluaban cada movimiento, y una postura que gritaba "militar" incluso en jeans y una camiseta holgada.
—Qué amable de su parte traer dulces —dijo la mujer, tomando la caja con manos que Victoria—. Justo estábamos por tomar el té. ¿Nos acompañaría?
Victoria sintió cómo su sonrisa se tensaba. Nadie la interrumpía. Nadie le arrebataba el control así.
—El gusto es mío... Gygy —respondió, poniendo énfasis en el apodo infantil.
—Ghinger —corrigió la niñera, sin pestañear.
—¡Gygy no! Es Ghinger —intervino Sofía con una seriedad cómica en su vocecita.
Victoria contuvo un resoplido. Round one para la niñera.
—Está bien, Ghinger —cedió, siguiéndolas hacia el salón de juegos mientras notaba cómo Matt y otro agente intercambiaban miradas.
El salón de juegos parecía el campo de batalla de un hada psicótica: purpurina en las paredes, pinturas derramadas sobre el mantel de lino francés, y lo que parecía ser pegamento brillante goteando de una lámpara de cristal.
Victoria se sentó con cuidado en lo que parecía ser el único sillón intacto... y sintió cómo algo crujía ominosamente bajo su peso.
—Probemos los chocolates —sugirió, ansiosa por retomar el control.
Ghinger sirvió el té con una elegancia que rivalizaba con la de los mayordomos más entrenados de la Casa Blanca. Sofía tomó un chocolate con dedos manchados de pintura y lo mordió con entusiasmo... solo para escupirlo dramáticamente.
—¡BLEH! ¡Sabe a jabón!
—¡Imposible! —Victoria palideció—. Estos vienen directamente de París.
Ghinger tomó uno y lo probó con calma, frunciendo sus labios perfectamente delineados.
—Mmm... definitivamente tienen un sabor... peculiar.
Fue entonces cuando Victoria lo notó: el brillo sospechoso en los labios de la niñera. Lápiz labial de fresa. El mismo sabor que contaminaría cualquier alimento que tocara.
Y así comenzó el caos.
**El té** de Victoria resultó estar salado (Sofía había reemplazado el azucarero con sal marina gruesa)
**El cojín** donde se sentó crujió de manera ominosa (galletas para perro trituradas, como descubriría más tarde)
**Su bolso Birkin** fue "decorado" con calcomanías de unicornios que brillaban en la oscuridad
Pero el golpe maestro llegó cuando Sofía, con una inocencia digna de una actriz de Hollywood, dijo:
—¡Tía Vicky! Tengo un regalo para ti.
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Editado: 08.04.2025