La habitación de Ghinger en la residencia de la Casa Blanca parecía el escenario de un crimen.
Maletas abiertas sobre la cama. Cajones vacíos. El suéter de lana que Sofía le había regalado hace unos días, dobladito con demasiado cuidado encima de la cómoda.
Ghinger respiró hondo, mirando el caos que dejaba atrás. No lloraría.
—¡GHINGER!
El grito desgarrador de Sofía retumbó antes de que la puerta se abriera de golpe. La niña apareció con el pelo revuelto, los ojos rojos y el osito de peluche que siempre dormía con ella apretado contra el pecho.
—¡Dijiste que no te irías nunca! —Sofía le golpeó el muslo con un puño diminuto, más desesperada que furiosa.
Ghinger se arrodilló hasta quedar a su altura, aguantando el temblor de sus propias manos.
—Las personas importantes a veces se tienen que ir, bomboncito.
—¡Pero tú me prometiste! —Sofía le agarró la cara, como si pudiera fijarla allí con la fuerza de sus dedos temblorosos.— ¿Qué hago cuando tengo pesadillas? ¿Quién va a hacer los pancakes con forma de dinosaurio?
Ghinger cerró los ojos un segundo. Demasiado tarde.Una lágrima escapó.
—Tu papá...
—¡Papá está roto desde que mamá se fue! —gritó Sofía, y esas palabras cortaron como cristal. — Y ahora tú también.
De pronto, Sofía se secó las lágrimas con el brazo y se irguió como una general en miniatura.
—Voy a decirte un secreto.
Le jaló el cuello a Ghinger hasta tener su oído cerca de su boca:
—Papá llora cuando piensa que no lo veo. —Un susurro cargado de verdad cruda. — Por las noches, mira fotos de mamá... y de ti.
Ghinger se separó bruscamente, como si la confesión le hubiera quemado.
—Sofía, eso no es... Verdad.
—Si te vas, se romperá para siempre —interrumpió la niña, con una sabiduría que no correspondía a sus seis años. —Y yo también.
El timbre del teléfono *cortó la tensión.Número restringido.
Ghinger lo miró como si fuera una bomba.
—Contesta —ordenó Sofía, con voz extrañamente adulta.
Al otro lado de la línea, solo se escuchó respiración agitada durante tres segundos eternos.
—No puedes irte.
La voz de Ethan Hamilton, cruda y rota, le recorrió la espalda como un escalofrío.
Ghinger apretó el teléfono hasta blanquear los nudillos.
—¿Por qué no?
El silencio pesó más que todas las palabras no dichas. Hasta que...
—Porque mi hija te necesita. —Ethan mintió porque también la necesitaba el.
Click. La llamada se cortó.
Sofía sonrió por primera vez en días, sabiendo que acababa de ganar la guerra.
Ghinger miró su maleta semi-empacada... y empezó a sacar la ropa.
—Está bien, me quedaré pero con condiciones.
—Si, está bien lo que quieras. —Y Sofía la abrazo.
Unas horas después, la Casa Blanca estaba en un silencio poco común cuando tres golpes firmes resonaron en la puerta de Ghinger.
Ella ya lo sabía.
Había pasado cuatro horas desde aquella llamada. Cuatro horas en las que Sofía se había dormido abrazada a su brazo, negándose a soltarla incluso en sueños. Cuatro horas en las que las maletas seguían vacías y su corazón latía con la fuerza de un tambor de guerra.
Los golpes se repitieron, más urgentes.
Ghinger se liberó con cuidado del abrazo de Sofía, arropándola antes de caminar hacia la puerta con pasos que no temblaban (mentira, temblaban por dentro).
Al abrir, el aire se le atragantó en el pecho.
Ethan Hamilton no llevaba corbata. El pelo revuelto, como si se lo hubiera jalado con furia. Y en los ojos, esa tormenta que solo ella sabía leer.
—No me voy ya me imagino que sabe. —fue lo único que atinó a decir Ghinger, cruzándose de brazos como escudo.
Ethan respiró hondo, mirándola como si memorizara cada línea de su rostro.
—No es por eso que vine.
—Entonces dilo rápido —susurró ella, porque Sofía dormía a metros de ellos.
Ethan alzó una mano como para tocarla... y la dejó caer.
—Mack presentó su renuncia.
Ghinger no pudo evitar el parpadeo de sorpresa.
—¿Qué?
—Dice que si tú te vas, él no puede quedarse —la voz de Ethan se quebró en la última palabra, y esa fractura le atravesó el pecho a Ghinger.
—No le pedí que lo hiciera —respondió, pero el corazón le latía en la garganta.
Ethan se acercó un paso, invadiendo su espacio como solo él sabía hacer.
—¿Sabes lo peor? —murmuró, el aliento caliente rozándole la mejilla. — Que por primera vez en mi vida, entiendo perfectamente por qué lo hace.
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Editado: 23.04.2025