El frío del corredor de la Casa Blanca se clavó como cuchillas en la piel de Ghinger Donovan mientras avanzaba, cada paso resonando con un eco metálico que parecía martillear su pecho. Las luces fluorescentes del pasillo, normalmente tenues, ahora parecían cegadoras, como si iluminaran no solo su camino, sino cada grieta de su alma expuesta. A su izquierda, los retratos de expresidentes la observaban con miradas impasibles, testigos mudos de su desmoronamiento.
Se detuvo frente a una ventana ovalada que daba al jardín sur. La lluvia comenzaba a golpear los cristales, dibujando cortinas líquidas que distorsionaban el mundo exterior. ¿Cómo había llegado a esto? La pregunta retumbaba en su mente como un mantra envenenado. Solo unas horas antes, estaba en la Sala de Situación, escuchando a Ethan el presidente Hamilton discutir con aquella mujer sobre la crisis que había ahora en la Casa Blanca, el escándalo. Pero ahora, las palabras se mezclaban en su memoria con el zumbido de su propia angustia.
De pronto, una mano pequeña y cálida se entrelazó con la suya, rompiendo el espiral de sus pensamientos.
—Ghinger… ¿por qué lloras?
Sofía. La niña de seis años, con sus trenzas rebeldes y esos ojos hermosos que parecían ver más allá de las mentiras adultas, la miraba con una mezcla de curiosidad y preocupación. Ghinger se agachó hasta quedar a su altura, sintiendo cómo las lágrimas que llevaba reprimiendo desde la mañana finalmente se desbordaban.
—Es solo… el polen, cariño —mintió, limpiándose el rostro con el dorso de la mano. Pero hasta a ella le sonó falso.
Sofía frunció el ceño, una expresión que había heredado directamente de su padre.
—Papá también está triste. Dice palabras feas por teléfono.
El corazón de Ghinger se encogió.¿Ethan? ¿Gritando? El hombre que siempre mantenía la compostura, incluso bajo el fuego cruzado de la prensa, estaba perdiendo el control. Por ella.
—No te preocupes, mi bomboncito. Todo esto pasará —susurró, acariciando la mejilla de la niña—. Y después vendrán momentos alegres.
—Sí, ya falta poco para mi cumpleaños —respondió Sofía, con un brillo fugaz en la mirada—. Pero no quiero verlos tristes a los dos. A papá… y a ti.
Ghinger tragó saliva. ¿Cómo explicarle que a veces los adultos elegían el dolor para proteger a quienes amaban? En lugar de palabras, optó por la distracción.
—Vamos por unos dulces —propuso, tomando su mano con firmeza.
Pero mientras caminaban hacia la cocina, una sombra se cernía sobre ellos, invisible pero omnipresente.
En la suite presidencial del Hay-Adams Hotel, Victoria Grayson se reclinaba en un sofá de terciopelo negro, rodeada de botellas vacías de Dom Pérignon y pantallas que emitían noticias en loop. Su reflejo en el espejo del vestidor le devolvía la imagen de una mujer impecable: traje de seda, labios carmesí, uñas afiladas como garras. Pero detrás de esa fachada, la maquinaria de su mente calculaba fríamente el próximo movimiento.
Deslizó un dedo sobre su tablet y seleccionó un archivo.
—Publica esto ahora —ordenó al hombre al otro lado de la línea, cuya voz solo era un susurro electrónico—. Y asegúrate de que llegue a todas las redacciones antes de medianoche.
El archivo contenía fotografías en blanco y negro, capturadas meses atrás por una cámara de seguridad accidentalmente activada en la biblioteca privada de la Casa Blanca. En ellas, Ethan Hamilton aparecía abrazando a Ghinger con una intimidad que no dejaba lugar a dudas.
—Que empiece el circo —susurró Victoria, brindando con su copa hacia su propio reflejo.
Esa misma tarde, Ghinger entró en la habitación de su madre en el ala médica de la residencia. La mujer, debilitada por la quimioterapia, dormía con respiración entrecortada. Pero al sentir la presencia de su hija, abrió los ojos.
—Mija… algo pasa —murmuró, con esa intuición materna que traspasaba cualquier barrera.
Ghinger no pudo sostenerle la mirada. Se derrumbó junto a la cama, enterrando el rostro en las sábanas mientras sollozaba.
—Me pidió que me alejara, mamá. Por su presidencia. Por… todo.
Su madre alzó una mano temblorosa para acariciarle el pelo, como hacía cuando era niña.
—¿Y tú qué quieres?
La pregunta la golpeó con la fuerza de un huracán. ¿Qué quería? ¿A un hombre que acababa de elegir el poder sobre ella, aunque fuera para protegerla? ¿O a un presidente que, en el fondo, no tenía elección?
Mientras tanto, en el Despacho Oval, Ethan Hamilton destrozaba su propia oficina. Libros, carpetas clasificadas, incluso el retrato de Lincoln que colgaba de la pared, yacían en el suelo. Mack, su jefe de seguridad, lo observaba desde la puerta con expresión impasible.
—¿Y si renuncio? —rugió Ethan, arrojando un vaso de cristal contra la pared, donde se hizo añicos.
Mack no se inmutó.
—No puedes. Si caes, Victoria pondrá a su títere en el cargo. Y entonces sí que no habrá protección para Ghinger… ni para Sofía.
Ethan se detuvo, jadeando. Protección. La palabra le sabía a hiel. ¿En qué momento su amor se había convertido en una amenaza para la mujer que amaba?
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Editado: 23.04.2025