Un Corazón para el Presidente

Capítulo 2

La Casa Blanca vivía su pequeño milagro. El deshielo de Ethan Hamilton y el renacer de Sofía, su hija, habían comenzado a sanar las heridas de una familia marcada por la tragedia. Pero en los confines del poder, donde las luces no alcanzan, algo se arrastraba, paciente y venenoso. Algo que no perdonaría. Algo que no olvidaría.

En una suite del lujoso hotel Waldorf Astoria, Victoria Grayson ajustaba el cinturón de su vestido de seda negra frente a un espejo de marco dorado. Su imagen era impecable, calculada, letal: La habitación, decorada con muebles de ébano y cortinas de terciopelo, estaba iluminada solo por la tenue luz de una lámpara de cristal. No había ventanas abiertas, ni luz natural que entrara para iluminar del todo aquel espacio. Como si el mismo cuarto se resistiera a revelar sus secretos.

Su reflejo era impecable: cabello rubio platino recogido en un moño tenso, labios rojos como una herida fresca y unos ojos azules que no reflejaban nada. Nada, excepto cálculo.

Detrás de ella, su asistente, un hombre pálido de mirada evasiva llamado Daniel, esperaba en silencio. Sabía que interrumpir a Victoria en uno de sus momentos de contemplación podía ser peligroso.

—¿Entonces la niñera logró lo que siete anteriores no pudieron? —preguntó Victoria sin girarse, mientras deslizaba un dedo por el borde del espejo, como si trazara una línea invisible.

Daniel asintió con un gesto seco.

—Sí, señorita Grayson. Sofía Hamilton habló. Solo una palabra, pero fue suficiente para cambiar el ánimo del presidente.

Victoria sonrió, pero no era una sonrisa cálida. Era el gesto de una pantera que olfatea sangre.

—Qué conmovedor —murmuró, pasando un dedo sobre el marco de una foto en su mesita de noche.

La imagen, descolorida por el tiempo, mostraba a una joven Claire Hamilton (todavía no esposa del presidente) riendo junto a ella en los jardines de la Universidad de Georgetown. Ambas vestían blusas blancas, el sol brillaba sobre sus cabellos, y el mundo parecía prometerles todo.

Eso fue antes. Antes de que Ethan Hamilton apareciera en sus vidas. Antes de que Claire lo eligiera a él. Antes de que todo se arruinara.

Victoria cerró los ojos por un segundo, recordando.

¿Por qué a, Claire? ¿Por qué no yo?

La voz de su antigua mejor amiga aún resonaba en su mente, como un eco que nunca se desvanecía.

—Ethan cree que puede enterrar el pasado —susurró Victoria, apretando el puño hasta que sus uñas perforaron la palma—. Pero los muertos no descansan tan fácilmente.

Victoria no era una villana cualquiera. No era una ambiciosa sin rostro ni una enemiga política sin historia. Ella había sido la primera. La primera en amar a Ethan. La primera en presentarle a Claire. La primera en jurar venganza cuando él eligió a su amiga.

Y ahora, con Sofía empezando a sanar y Ethan bajando la guardia, era el momento perfecto para actuar.

—Prepáralo todo —ordenó Victoria, abriendo un cajón de su escritorio y sacando un pequeño estuche de terciopelo negro.

Dentro, brillaba un anillo de compromiso. El mismo Ethan le había dado a Claire. El mismo que Victoria había robado del cadáver de su mejor amiga la noche que ella murió.

—Es hora de recordarle al presidente que el pasado nunca está realmente muerto.

Mientras tanto, en la residencia presidencial, el ambiente había cambiado. Ethan Hamilton, antes frío y distante, ahora pasaba horas con su hija, intentando reconstruir lo que la tragedia había roto.

Pero no todos celebraban el cambio. Ghinger, observaba con preocupación cómo Sofía, sentada en el alféizar de la ventana, miraba fijamente hacia la oscuridad.

—¿Qué pasa, princesa? —preguntó, acercándose con cautela.

Sofía no respondió. Solo siguió mirando hacia la noche, como si algo (o alguien) la llamara desde las sombras.

Ghinger sintió un escalofrío al seguir su mirada. No había nada allí. Solo el viento, que susurraba un nombre en la oscuridad.

Mientras la prensa celebraba el renacimiento emocional de la familia presidencial. Pero Victoria Grayson quería destruir a Ethan. Quería que sufriera. Y para eso, necesitaba arrebatarle lo único que le quedaba.

La próxima semana, se celebraría la Gala de Corresponsales de la Casa Blanca, el evento más glamoroso y esperado del año político, donde el poder, la fama y los medios se entrelazan en una noche de luces, discursos y revelaciones.

Bajo el resplandor de los flashes y las miradas atentas de las cámaras de todo el mundo, Victoria Grayson haría su entrada triunfal, envuelta en un vestido que desafiaría los titulares y con una sonrisa calculada hasta la perfección. No sería solo otra invitada distinguida, sino la mujer de quien todos hablarían al día siguiente.

Y entonces, cuando el murmullo de la sala se apagara y los periodistas contuvieran el aliento, ella alzaría la copa con elegancia, miraría directamente a las lentes y, con una voz clara y segura, le diría a todo un país lo que ya muchos sospechaban.

*Seré la próxima Primera Dama de los Estados Unidos.*

Pero aún faltaba demasiado para que llegara ese día, y cada minuto de espera se le hacía eterno, como un suspiro entre el deseo y la conquista. Victoria podía sentir el triunfo acercándose, rozando sus uñas perfectamente pulidas, prometiéndole una victoria que había anhelado desde hacía años.




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