Un Cuento Sin Final

Un Cuento Sin Final

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“El amor es lo único que somos capaces de percibir que trasciende las dimensiones del tiempo y del espacio”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

 

Viernes

 

27 de marzo. 2038.

 

Sean tenía semanas sin dormir bien, con suerte lo hacía por un par de horas. Aunque ya había transcurrido varios meses, el dolor de la pérdida de Lucía, su esposa, era sofocante, a veces sentía que no podía respirar. Él se había convertido en una especie de robot que funcionaba de manera automática. Perdió la noción del tiempo, de lo importante, de lo más básico.

Se encontraba en la habitación matrimonial en donde convivió por años con Lucía. Ahora estaba casi vacía porque ese día terminaban de empacar la mudanza de aquella casa. Llevaba horas sentado en la cama en completo silencio, dando las últimas miradas al lugar en donde fue extremadamente feliz, inconscientemente no quería abandonarlo. Se sentía como aquel cuarto, vacio y carente de vida. La diferencia era que pronto otra familia le devolvería el brillo a esas paredes, él no creía que eso le pudiera pasar otra vez en su vida. Mantenía sujeta con mucha fuerza una botella de vodka, tenía años sin beber por otras razones que no fueran celebraciones o por días festivos y había aguantado las ganas desde que se enteró que su amada esposa había muerto en un accidente de tránsito.

—Creí que dormías... No es la manera, hijo mío. Pero si vas abrir esa botella necesitarás un compañero. Y sabes que no puedo resistir el olor a un trago —dijo su padre intentando robarle una sonrisa cuando entró al cuarto.

Lo que logró. Sean lo miró con ternura recorriéndolo con los ojos, su cuerpo era delgado y se veía frágil por la edad, su cabello era completamente blanco y su rostro arrugado, aunque continuaba siendo el mismo que siempre le demostraba comprensión y apoyo.  Amaba a su padre y a él atribuía todos sus logros porque siempre lo tuvo de pilar, incondicional. Su viejo no bebía, muy pocas veces en la vida lo hizo y siempre se sintió orgulloso por ello, por ser de los pocos que no necesitan el alcohol para llevar sus cargas, y Sean sabía que su padre había soportado bastante en sus muchos años.

—Viejo, aún no estoy seguro si la abriré, pero serás mi compañero…

—¿¡Y a mí no me vas invitar!? —preguntó su hermano menor Jonas, soltando un grito al también entrar.

—Eres mi compañero favorito, Jonas. Nunca te dejaría a un lado.

—Padres e hijos, entonces —agregó sonriente el viejo Enoc.

Jonas y Enoc se sentaron con Sean, uno de cada lado.

—¿Y los niños? Ya se acerca la hora de cenar—preguntó Sean.

—Con la abuela y Ángela, no te preocupes —contestó Jonas.

Y como si al preguntarlos los invocara, los niños entraron corriendo junto a su abuela Artiliana —madre de Sean y Jonas— y a su tía Ángela —hermana de Sean y Jonas—; Diana de cinco años, con una chaqueta roja de capucha que le quedaba como un vestido, era de piel muy blanca, rostro tierno, ojos marrones oscuros y cabello castaño largo hasta debajo de la cintura; y Tommy de quince, blanco, delgado, ojos marrones claros y cabello un poco largo. La pequeña se lanzó a los brazos de su padre y el varón se quedó al lado de la puerta. Como Diana tenía las manos y la boca llenas de dulce ensució a quienes tocó, pero nadie le reclamó a la princesa de la casa.

Artiliana y Ángela se quedaron observando el cuadro con cierta felicidad, no todos los días se reunía la vieja familia.

El cuarto ya estaba llenó, la mayoría permanecía de pie. Sean los veía a todos, algunos callados, otros conversando. Aunque por dentro estaba destrozado y sin ánimos de nada, no podía sentirse más afortunado por la familia que le tocó. Todos estaban allí para él, a pesar de vivir en diferentes ciudades y tener sus propias vidas. Nunca sintió que mereciera ese amor tan grande que ellos le demostraban y siempre le costaba retribuírselos, aunque lo deseaba.




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