Un cumpleaños de muerte

Capítulo 5

Tiene el auto estacionado frente a la joyería. Se toquetea el dije del collar mientras baja.

Las joyas exhibidas en el escaparate desprenden un brillo casi hipnotizante, tal como decía el acertijo.

Ya es mediodía. No puede seguir con esto. No hay tiempo que perder.

Camina. No. Corre. Y entra.

Los clientes dentro voltean a verla. Está hecha un desastre. Tiene el cabello revuelto y el cuerpo cubierto de sudor. El dolor en su pierna se queja por sus movimientos, pero no le importa. Tampoco le importa que la vean como si estuviera loca.

Se acerca a una chica, unos años mayor que ella. Su cara se le hace conocida pero no tiene la mente enfocada como para reconocerla.

La chica retrocede cuando Holly casi se le abalanza encima, decidida a interrogarle, a sacarle la verdad.

—Necesito saber si ha visto a un hombre —la voz de Holly suena firme, demandante, no dispuesta a aceptar réplicas.

—¿Un hombre? Bueno, esto es una joyería. No es el lugar adecuado para buscar…

—Solo responde, ¿sí? —la corta—. Es alto, cabello negro, barba. Gabardina café, pantalones negros o grises, ¿le suena?

La chica parpadea, nerviosa. Mueve los ojos de una lado a otro, como si estuviera esperando que fueran a su rescate.

—No, lo siento. No he visto a nadie con esa descripción. Pero si quiere comprar algo…

—¡No quiero comprar nada! —grita, lo que hace que la pobre chica se encoja de miedo y atrae miradas indiscretas en su dirección—. Vamos, solo dime si has visto algo sospechoso, raro. No sé, alguien a quien no conozcas. Cualquier cosa.

—Lo siento —murmura en voz baja—. No he visto nada. Lo juro.

—Maldita sea, es que no puedes hacer nada —se queja y se pasa una mano por el cabello frustrada—. Bien, lo haré yo entonces.

Holly empieza a caminar por el local. Toca las vitrinas, pasa sus manos sin cuidado alguno por ellas, en busca de la siguiente nota.

Las personas se apartan de su camino, se alejan de ella. La joyería empieza a vaciarse a medida que los clientes salen, asustados por la chica loca que de repente vino a agriar su día.

Una mano se posa en su hombro y ella voltea alerta, lista para atacar. Se topa con la cara enojada de una mujer.

—Váyase de aquí —dice la mujer, directa—. Asusta a los clientes.

—No puede echarme —protesta Holly.

—Claro que puedo. Está es mi joyería y yo decido qué hacer. Y quiero que te vayas.

—¡No me iré! ¡No me obligará a hacerlo!

—Estoy siendo amable, niña. Si no quieres que te saque de aquí a rastras será mejor que te vayas por ti misma —amenaza, su expresión le dice que no está bromeando.

—¡No lo entiende! —grita, intentando hacerla entrar en razón.

—No. Y no me importa. Largo —extiende el brazo y apunta a la puerta, una clara señal de lo que debe hacer Holly.

—¡Van a morir! —grita Holly, como si eso fuera a explicar algo.

—¿Me estás amenazando? Listo, voy a llamar a la policía —toma su celular, dispuesta a cumplir su palabra.

—No, espere. No es lo que cree —ruega desesperada—. No haga eso. Por favor. No me eche.

—No voy a dejar que una loca como tú me haga perder clientes. Si no quieres que llame a la policía, vete de una buena vez.

Holly suspira, resignada. Echa un vistazo a la puerta abierta. No tiene otra opción.

Camina a la salida con la fría mirada de la dueña clavada en su espalda. Pasea sus ojos por las vitrinas tanto como puede mientras pasa por ellas, buscando cualquier señal que indique la ubicación de la última nota. No hay resultados.

Se abraza a sí misma y suelta un suspiro, viendo el auto estacionado. No está de humor para volver a subir. No ha encontrado la nota. No sabe cómo seguir el juego. Y el tiempo sigue corriendo.

A un lado de la joyería hay un pasaje estrecho que se extiende a la siguiente calle. Está algo oscuro a pesar de la luz de la mañana, o tal vez esa solo sea la percepción de Holly, que empieza a ver el mundo sin colores.

Arrastra los pies por la acera en camino al pasaje. Se detiene en la entrada. En el suelo hay una rayuela, ha estado ahí desde que Holly tiene memoria. Solía divertirse con Peggy jugando ahí.

El recuerdo le saca una pequeña sonrisa, que se agria mientras el peso de la situación cae sobre ella.

Un sollozo desesperado sale de su boca y se abraza con más fuerza. Se apoya de espaldas en una de las paredes de piedra del pasaje y deja que el dolor la haga desmoronarse.

Cae al suelo de rodillas, apoya la cabeza contra la piedra y llora.

Llora por el miedo, por el dolor. Llora todo lo que no se ha dejado llorar, lo que no se ha permitido derramar.

Grita. Y llora. Hasta que le duele la garganta. Hasta que siente que se le desgarran las cuerdas vocales.

Las personas pasan y la miran. Extrañeza, miedo, pena. Pero nadie ayuda. Nadie se acerca. Nadie le pregunta qué tiene, cómo pueden ayudar. Solo miran y siguen su camino.

Holly podría ser uno de ellos, en otra situación. Podría ver una persona en la calle sufriendo y pensar para sí misma pobrecita y aún así no hacer nada.

Tal vez por eso no merece su empatía. Ella no habría ayudado. No merece que le ayuden.

Todo es su culpa. R se obsesionó con ella y se llevó a sus amigos, lo que más ama en el mundo.

Peggy tenía razón, debería haber ido a la policía. Fue demasiado obstinada. Y ahora sus amigos están pagando por ello.

Entre lágrimas y el amargo odio que se tiene a sí misma en el paladar, algo llama su atención.

Algo brilla.

Más allá, adentrándose en el pasaje, algo tiene un brillo que resalta entre la oscuridad.

Su cerebro no quiere pensar, se niega a pensar. Está tan cansada. Pero algo en ella conecta. ¿Y si es la pista que estaba buscando?

Siente que una pizca de esperanza se instala en su pecho. Si es lo que cree, entonces podrá terminar. Este juego se acabará y será libre.

Pero entonces la amarga realidad se asienta en su mente. Con cada pista, con cada nota, con cada acertijo, uno de sus amigos desaparece. Y ahora solo queda Selene, si es que lo hace.




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