Me despierto antes de tiempo, cosa rara en mí. Normalmente necesito que Ayla me aviente una almohada o que Kai me toque la puerta tres veces. Pero hoy… no.
No desde que Kai vino anoche a avisarme que los Minato respondieron.
No a mí, claro.
A él y a papá Rikuya.
> “Estamos de acuerdo en continuar el tratado.
Pronto enviaremos fecha para la siguiente cena.”
Así de fríos.
Así de… tradicionales.
Me quedé pensando en eso hasta quedarme dormido, y cuando me levanto, mi aroma a miel con limón tiene más limón que miel. No es ansiedad. Es expectativa. Preocupación. Una mezcla rara.
Me arreglo como siempre: rápido, bonito, práctico. Me veo al espejo y sonrío un poco para comprobar si la sonrisa se ve natural.
Sí, ahí está.
Esa cara que hace que mi familia piense que “Sora está bien” incluso cuando no lo está.
Bajo las escaleras y encuentro a Kai revisando la tableta y a papá Rikuya sirviéndose café. Ambos levantan la vista… y me escanean. Como si pudieran leerme sólo por el aroma.
Kai alza una ceja.
—¿Dormiste, o solo te acostaste a mirar el techo?
—Dormí —respondo, sonriente—. Casi.
Papá Rikuya me observa con esa mezcla de cariño y sospecha.
—Los Minato confirmaron —dice—. Seguiremos adelante.
Asiento como si fuera la noticia más común del mundo.
—Lo sé. Kai me lo dijo.
Kai chasquea la lengua.
—Te lo dije porque te lo iban a decir igual —dice, moviendo la tableta—. Pero no te preocupes. No será hoy.
—¿Y eso cómo lo sabes? —pregunto.
—Porque los Minato son tan rígidos que si tuvieran que orinar, mandarían un correo primero —responde sin levantar la vista.
Me río.
Sí, esa era la energía que necesitaba.
Acerco mi vaso a mi padre para que me sirva agua y él lo hace sin preguntar. Después se inclina un poco hacia mí, olfateando sin disimulo.
—Hueles a limón —dice.
—Estoy vivo, papá. Es normal.
Él frunce la boca, no convencido. Kai suspira.
—Hermano, si estuvieras peor te cargaríamos de vuelta a la cama, pero estás… ahí. Funcional.
—Soy muy funcional —respondo con una sonrisita mimada, levantando la barbilla.
Kai sonríe apenas. Papá niega suavemente con la cabeza, pero ambos se relajan. Me ven como siempre: no como un Omega que será entregado en un tratado, sino como Sora, su hijo brillante, caprichoso, mimado y capaz.
Termino mi agua, agarro mi mochila y respiro hondo.
—Me voy a la universidad. Si los Minato escriben hoy, me avisan.
—Sora —me llama papá Rikuya antes de que llegue a la puerta—. No tienes que preocuparte solo. Estamos contigo.
Me detengo, giro sobre mis talones y les sonrío —esa sonrisa dulce que me sale tan natural como respirar.
—Lo sé. Y por eso puedo hacerlo.
Salgo de casa con esa mezcla de confianza y nervios cálidos burbujeando en el estómago. El aire de la mañana me llena los pulmones y la miel vuelve un poquito.
Pero la inquietud sigue ahí, escondida bajo la sonrisa.
La próxima cena puede ser mañana o dentro de una semana.
Y aunque me hago el despreocupado, no sé si estoy listo.
No sé si lo que hago es lo correcto.
Solo sé que voy a hacerlo con gracia.
Con una sonrisa.
Con miel suficiente para cubrir el limón.
Y aunque los Minato quieran ver a un Omega dócil…
Yo seré yo.
A mi manera.
Mi mañana sigue con normalidad… o al menos con la normalidad que yo puedo ofrecer.
Tomo las llaves de mi coche mi precioso coupé blanco perla que Kai dice que “es demasiado para un estudiante”, pero que yo digo que “va perfecto con mi personalidad”. Y tiene razón: elegante, rápido, bonito y absolutamente innecesario. Exactamente como yo.
Subo, conecto mi playlist de música suave y salgo del garaje con ese aire ligero que siempre llevo puesto, aunque por dentro vaya preguntándome cada cinco minutos si hoy me citarán los Minato.
El campus está lleno a esta hora. Me estaciono en la parte sombreada ventaja de llegar temprano y al bajar percibo la mezcla típica: feromonas alfa marcadas, betas neutrales, omegas jóvenes que aún no encuentran su aroma. La universidad es mixta, sí, pero a veces se siente como un zoológico bien educado.
Camino entre grupos y saludo con la mano a gente conocida. La mayoría son amables, otros son curiosos, y uno que otro Alfa me mira como si fuera un dulce caro en escaparate. Yo simplemente sonrío, como si no me diera cuenta. Así es más sencillo para todos.
Me dirijo a mi salón, y justo antes de entrar aparece alguien detrás de mí y me rodea los hombros con un brazo.
—Llegas oliendo a limón fuerte. ¿Insomnio o preocupación existencial? —pregunta mi mejor amigo beta, Nao.
—No te metas con mi limón —respondo, recargándome en él un segundo—. Y no es insomnio. Solo… muchas cosas en la cabeza.
—Ah, claro —dice con tono dramático—. El bello príncipe Omega se vende en la subasta de alianzas corporativas.
Le doy un codazo.
—No me estoy vendiendo.
—Mm, técnicamente sí —dice él riendo—. Pero con un contrato bonito y beneficios fiscales.
No puedo evitar sonreír.
Esto es lo que me mantiene cuerdo.
Entramos al salón. Nao se sienta a mi lado, saca sus libros, yo saco los míos. Las clases pasan rápido entre murmullos, notas, risas muy bajitas y Nao escribiéndome “¿ya te obligaron a tener hijos?” en una esquina de mi cuaderno.
Le respondo con un dibujo de un bebé con olor a miel y limón.
Para cuando suena el timbre del almuerzo, ya me siento más ligero. La universidad tiene esa forma de hacerme olvidar las cosas importantes… al menos un rato.
Vamos a la cafetería, elegimos una mesa junto a la ventana y Nao me empuja la bandeja hacia mí.
—Come. Tienes cara de haber debatido con tu reflejo durante una hora esta mañana.
—Solo media hora —le digo, tomando un sorbo de mi bebida.
La conversación fluye. Chismes, comentarios de clase, un beta de otro curso que le gusta, mis quejas sobre un profesor demasiado perfeccionista. Todo normal.