El espejo frente a mí no es nada amable.
Me miro… y la imagen que devuelve todavía no termina de parecerme real.
El traje es blanco, impecable, de esos que parecen sacados de una fotografía antigua donde todo es demasiado perfecto. El corte es clásico, casi vintage; las mangas rectas, el cuello rígido, y la tela tiene un brillo sutil que nunca habría elegido por voluntad propia.
Me ajusto la solapa, sintiendo cómo el atuendo entero me queda… correcto, sí, pero también ajeno. No es feo. Simplemente no soy yo.
—Me veo como si fuera a protagonizar un cuadro de museo —murmuro.
Escucho un golpecito suave en la puerta y antes de que pueda decir “adelante”, esta se abre.
Papá Itsuki entra con su paso tranquilo, ese que nunca hace ruido pero siempre llena la habitación. Sus ojos recorren el traje con atención, y sonríe. No en burla, sino con un cariño cálido que me desarma un poco.
—Te ves increíble, Sora —dice.
—Parezco un espíritu de boda antigua —respondo bajito.
Él ríe. Una risa suave, ligera, que siempre hace que todo parezca menos pesado.
Luego me extiende una cajita pequeña, forrada en marfil.
—Tengo algo para ti —dice—. Un regalo de boda.
Lo tomo con más cuidado del que quiero admitir y abro la caja.
Adentro hay un collar dorado. La cadena es fina, elegante, y el dije es una ramita de pino pequeña, detallada, pulida, brillante bajo la luz.
—Es muy bonito… —susurro, sorprendido.
Itsuki respira hondo, como si fuera un recuerdo que aún le acaricia el pecho.
—Fue lo primero que me regaló tu padre —dice con una sonrisa suave—. Y lo primero que fue realmente mío. No algo heredado, no algo impuesto… algo que él eligió para mí. Para mostrarme que quería caminar a mi lado, sin importar las reglas.
Levanto la mirada hacia él.
—¿Y me lo das… a mí?
—Quiero que lo tengas tú —responde, tomando el collar para colocarlo alrededor de mi cuello—. Para que nunca olvides de dónde vienes. Para que recuerdes quién eres, incluso cuando todo alrededor quiera convertirte en otra cosa.
Su mano toca la ramita de pino contra mi pecho, justo encima del traje blanco.
—Y para que lleves un pedazo de nuestra historia cuando empieces la tuya.
La garganta me pica un poco, como si quisiera cerrarse.
—Gracias, papá… —murmuro.
Itsuki me aprieta el hombro, firme pero cálido.
—Mírate otra vez —dice.
Obedezco. Y aunque el traje sigue siendo blanco, impecable, ajeno…
La ramita dorada cayendo justo en el centro cambia algo.
Ahora no me veo tan extraño.
Ahora se siente como si hubiera una parte mía dentro de todo esto.
Estoy acomodándome la ramita de pino por tercera vez cuando alguien golpea la puerta con un ritmo firme, demasiado conocido.
—Sora —la voz de Kai atraviesa la madera—. Es momento.
Trago saliva. Claro que lo es.
Kai abre la puerta sin esperar respuesta. Luce impecable, con su aroma a caramelo suave llenando el cuarto como si fuera la nota final antes del desastre. Me mira de arriba abajo y asiente con ese orgullo silencioso de hermano mayor que me derrite un poco el estómago.
—Te ves bien —dice.
No “perfecto”. No “hermoso”.
“Bien”.
Con Kai eso significa que está al borde de decir algo cursi, pero se detuvo a tiempo.
—Gracias —respondo, tomando aire—. ¿Todos están listos?
—Todos están esperando por ti —dice con una media sonrisa que intenta ser tranquilizadora—. Aunque… Ren está gruñón.
—¿Cuándo no? —ruedo los ojos.
Salimos del cuarto y caminamos por el pasillo alfombrado del registro civil privado. Todo tiene un olor a madera pulida y arreglos florales frescos que intentan sonar elegantes. Mis manos están un poco frías, pero la cadena dorada con la ramita de pino se siente firme contra mi pecho. Me aferro al recuerdo.
Entramos al salón.
Primero veo a mi familia:
Rikuya de pie, erguido, serio como siempre, pero sus ojos brillan un poco cuando me mira.
Itsuki a su lado, elegante en tonos claros, su aroma mezclado con calmada confianza.
Ren apoyado contra la pared, brazos cruzados, con su mezcal siempre presente: una advertencia para cualquiera que se acerque demasiado a mí y Ayla mi pequeña está sentada con un cuidado calculado sin dejar de mirarme.
Pero no es ellos quienes hacen que mi respiración tropiece.
Es la familia Minato.
Están alineados con una rigidez digna de un ejército. Todos con trajes oscuros, perfectos, mirando todo como si lo estuvieran evaluando para una subasta.
Y en medio de ellos…
Rinto.
Su traje es negro, simple. Sencillo. Demasiado sencillo para mi gusto. La corbata también negra, sin textura, sin detalle, sin vida.
Pero él…
Él está hecho un manojo de nervios.
Lo sé por cómo aprieta las manos, por cómo mira sus propios zapatos antes de que sus ojos se levanten lentamente para encontrarme.
Y cuando lo hacen…
se congela.
Porque yo estoy en blanco.
Como un copo de nieve caro.
Como un suspiro vestido.
Y él no sabe dónde meterse.
Débilmente, me hace una inclinación de cabeza.
Pequeñita.
Temblorosa.
Yo le sonrío, porque alguien aquí tiene que darle un poco de aire.
Camino hacia mi lugar, sintiendo todas las miradas encima. Los Minato observan como si estuvieran evaluando la calidad del producto. Ren me sigue con la mirada como si estuviera listo para arrancarle la cabeza a cualquiera.
Me coloco a un lado de Rinto.
Huele a madera y nervios.
—Hola… —susurra, apenas audible.
—Hola —le respondo con suavidad, porque si hablo más fuerte creo que lo desmayo.
El juez aclara la garganta.
La ceremonia civil va a empezar.
Y yo sigo pensando que su traje negro necesita algo.
Un broche.
Un pañuelo.
Un poco de vida.
Pero luego lo miro.
Rinto está temblando solo un poco.