Un desastre elegido

6

Llegamos ya de noche, con el cansancio pegado a los huesos y el silencio llenando cada rincón de esa casa que ahora, se supone, también es mía. No hubo tour, ni charla, ni nada más allá de un par de luces encendidas y el sonido distante de los perros acomodándose en el jardín.

Apenas entramos, Rinto dijo que me enseñaría “lo necesario por hoy” y que mañana veríamos el resto.

Lo único que recuerdo con claridad es cuando nos detuvimos frente a un pasillo largo, alumbrado por lámparas suaves que parecían sacadas de otra época. Él señaló la primera puerta.

—Dormiré aquí —me informó, como si fuera la cosa más natural del mundo—. Tu habitación es la del fondo.

Su tono era tranquilo, neutral… demasiado neutral. Y yo, que llevaba encima una boda civil, un cambio de casa y un millón de pensamientos atorados, solo pude parpadear.

—¿En habitaciones separadas? —solté, sin poder evitarlo.

Rinto levantó apenas la mirada, como si estuviera evaluando mi reacción.

—Creí que lo preferirías —respondió—. No quiero presionarte.

Y por un segundo, sí… me alivió. Pero enseguida, la realidad me golpeó el estómago.

—Rinto —dije con un suspiro—. Si llega tu mamá, o tu papá, o cualquier miembro de tu familia a “dar la bienvenida”… ¿qué van a pensar si dormimos en cuartos separados?

Él no dijo nada, pero vi cómo tensaba los dedos dentro del bolsillo de su pantalón.

—Tienes razón —admitió al final, casi en un murmullo—. No lo había considerado.

Yo asentí, intentando no sonar tan nervioso como estaba.

—Solo… comparte la habitación conmigo. Por ahora. No vamos a hacer nada. Solo dormir. ¿Sí?

Rinto sostuvo mi mirada un momento, demasiado atento, demasiado serio… pero sin rastro de molestia.

—De acuerdo.

Y así terminó nuestra primera noche: dos tazas de silencio, un montón de distancia entre los dos y una cama matrimonial que, por unas horas, se convirtió en territorio neutral.

Ahora, despertando en esa habitación que aún huele a desconocido, entiendo que lo verdaderamente difícil apenas comienza.
Me desperté tarde. Muy tarde. La luz se colaba entre las cortinas como si quisiera burlarse de mí y del desastre que fue intentar dormir en una cama que no era mía, en una casa que no conocía, al lado de un Alfa que parecía respirar demasiado fuerte cuando estaba nervioso.

Me giré, instintivamente buscando la otra presencia… pero la cama estaba vacía y fría.

—Obvio —murmuré, enterrando la cara en la almohada—. Primer día casado y ya me abandonaron.

Me quedé ahí un rato, en esa mezcla entre flojera, confusión y una pizca de dramatismo que siempre me sale natural. Total, era fin de semana. No tenía reuniones, ni eventos, ni… nada, porque técnicamente esta casa ni siquiera la conozco.

Pero entonces tocaron la puerta.

Tres golpecitos. Suaves, pero insistentes.

—¿Sí? —respondí, sin moverme—. Pase… o no sé, supongo.

La puerta se abrió y entró una señora mayor, impecable, uniforme planchado, sonrisa cortés de esas que solo tienen las personas que han dedicado su vida entera al orden.

—Buenos días, señorito Sora —dijo con una reverencia pequeña—. Lamento despertarlo, pero debo entregarle esto.

Me estiré para sentarme y me entregó… un montón de libros. Libros gruesos, feos, llenos de números. Libros de cuentas.

—¿Qué… es esto? —pregunté, sin disimular mi cara de horror.

—Los registros del hogar, señorito —respondió la ama de llaves, sin darse cuenta de que me estaba diciendo la palabra prohibida: registros.

—¿Para qué los necesito? —tragué saliva—. ¿Dónde está Rinto?

—El joven amo salió temprano. Y en cuanto a esto… —acomodó uno de los libros sobre mis piernas—. La señora Elva llevaba las cuentas antes, pero instruyó que, ahora que hay un señorito en la casa, usted tomará ese rol.

Me quedé congelado, los ojos abiertos como si ella acabara de anunciar mi sentencia de muerte.

—¿Yo? ¿Cómo que yo? —logré pronunciar—. ¿Quién decidió eso? ¿Y por qué?

—La señora Elva —repitió, muy tranquila—. Dijo que es importante que usted comprenda el funcionamiento del hogar Minato.

Ah. Claro.

Obvio. La suegra probándome. A ver si el “nuevo miembro” de la familia sirve para algo más que decorar reuniones empresariales.

Suspiré, recogiendo los libros.

—Bien —dije con la mejor sonrisa falsa de mi vida—. Déjelos. Me encargaré.

La ama de llaves asintió, satisfecha.

—Si necesita algo, estaré en la cocina.

Y salió.

En cuanto cerró la puerta, dejé caer la cabeza hacia atrás y me quejé contra el techo.

—¿Por qué siempre tengo que demostrar que no soy un inútil…? ¡Si ni siquiera sé lo que estoy demostrando!

Agarré el teléfono y marqué al único que podía salvarme: mi papá Omega. Itsuki.

Contestó al segundo timbrazo.

—¿Pasa algo, cielo? —dijo con su tono cálido, ese que siempre parece abrazarte.

—Papá —me quejé—. Me dejaron caer encima libros de cuentas. ¡Del hogar! ¡De esta casa! ¿Desde cuándo tengo que administrar yo cosas?

Hubo un silencio. No de preocupación; de risa contenida.

—Ay, Sora… —Itsuki suspiró—. Respira. ¿Qué no entiendes?

—¡Todo! —me levanté del colchón, señalando los libros como si él pudiera verlos—. Mira, yo sé manejar cuentas de empresa, inversiones, contratos, pero esto es otra cosa. ¡Esto tiene anotadas compras de escobas, pagos de jardinería, litros de cloro! Papá, ¿por qué hay tantas categorías? ¿Por qué hay columnas que dicen imprevistos domésticos? ¿Qué es un imprevisto doméstico? ¿Un perro comiéndose una cortina?

Él soltó una risa suave.

—Cielo, normalmente yo tampoco lo hacía. Eso siempre lo manejó tu abuela Elvia, ¿recuerdas? Y ahora, pues… lo ve Kai.

—¿Kai? ¡¿Mi hermano Kai?! ¡¿El que no confía ni en que yo caliente agua sin hacer un desastre?!

—Ese mismo —respondió Itsuki con calma—. Él tiene buena mano para eso. Pero tú también puedes. No es tan complicado. Solo revisa gastos, organiza, determina si falta algo y si el presupuesto es correcto. Ya sabes, cosas básicas.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.