Un desastre elegido

7

El sonido del despertador me cortó el sueño como una navaja.
Me quedé un minuto más mirando el techo, recordando que hoy sí tenía que ir a la universidad. Primer lunes viviendo oficialmente aquí. Primer lunes casado. Primer lunes… con responsabilidades domésticas absurdas que no sabía manejar.

Suspiré, me levanté y me arreglé rápido.
Cuando abrí la puerta, el pasillo olía a mantequilla y café fresco, y casi se me soltó una sonrisa automática. Era la primera vez que esa casa olía a algo que no fuera desinfectante caro.

Bajé las escaleras y lo vi.

Rinto ya estaba sentado en la mesa, traje puesto, cabello perfectamente peinado, leyendo algo en su tablet.
Parecía tan de mañana y tan “Rinto” que me dieron ganas de golpearlo con una almohada. ¿Cómo alguien podía verse tan funcional tan temprano?

—Buenos días —dijo sin levantar mucho la vista, pero con ese tono suave que me daba cosquillas en la nuca.

—Buenos días… —respondí, más somnoliento.

Entonces vi la mesa.

Y me quedé congelado.

Había platos que no existían en esta casa hasta ayer:
— Omelette esponjado con queso.
— Pan francés con miel y frutos rojos.
— Un pequeño tazón de yogurt griego con nueces.
— Y un café con leche espumada que parecía salido de una cafetería decente, no del infierno culinario donde vivíamos antes.

—¿Esto es…? —pregunté, señalando todo.

—El menú nuevo —contestó Rinto, dejando por fin su tablet—. La orden que diste se implementó desde hoy.

Sentí el pecho raro.
Orgullo mezclado con incredulidad.

Me senté frente a él y probé el omelette.

Estaba perfecto.

—Mucho mejor que el de ayer —murmuré.

—Me alegra —dijo, y esta vez sí me miró completamente. Sus ojos estaban tranquilos, casi cálidos—. Hoy tienes clases, ¿cierto?

—Sí. Aunque… —tomé otro bocado, sin poder evitarlo— …creo que podría vivir aquí solo por esta comida.

Rinto dejó escapar una risa suave, tan breve que casi pensé que la imaginé.

—Eres increíblemente fácil de contentar si se trata de comida —comentó.

—No es cierto. Sólo… —miré el pan francés, brillante por la miel— …me gusta sentir que vivo en un hogar normal. O uno donde no te castigan con comida sosa.

—Entonces me alegra que podamos empezar a hacerlo así.

No sabía si se refería a la casa o al matrimonio.
Y no me atreví a preguntar.

—Cuando termines, te llevo a la universidad —añadió.

—¿Eh? No hace falta, puedo ir solo.

—Igual quiero —respondió, sin cambiar el gesto.

Tomé un trago de café para esconder cómo me tembló el estómago.

Un nuevo día…
y, por primera vez, sentí que podía ser un día bueno.
Acabé de comer ,bueno, devorar mi pan francés cuando noté que Rinto acomodaba algo sobre sus rodillas, como si lo hubiera tenido escondido todo este tiempo.
Me miró de una manera que no supe leer, seria pero… ¿incómoda?

—Antes de que te vayas —dijo—, tengo algo para ti.

—¿Para mí? —arqueé una ceja—. ¿Qué, otro libro de cuentas? ¿Una guía de “cómo sobrevivir en una casa ajena”? ¿Quizá un detector de comida fea?

Rinto parpadeó, lento, y soltó una exhalación que casi sonaba a risa contenida.

—No. Nada de eso.

Sacó una cajita pequeña, negra, con un lazo discreto.
Mi corazón se aceleró sin mi permiso.

—Es tu regalo de bodas.

Yo me quedé congelado.

—¿Mi…? Pero… ya nos casamos.

—Lo sé —admitió—. Lo siento. Debí dártelo antes, pero quería escoger algo que realmente fuera para ti. No algo tradicional, ni algo que eligiera mi madre, ni algo que… —desvió la mirada unos segundos— …fuera impuesto.

Me quedé callado, sorprendido de lo mucho que me estaba diciendo sin decir nada.

—Entonces pensé —continuó— que debía ser algo que te gustara a ti. No a la familia. No a la empresa. A ti.

Me empujó la cajita hacia las manos.

—Ábrelo —pidió, un poco más suave.

Tragué saliva.
La abrí.

Y mi cerebro se reinició.

Era un anillo plateado, moderno y minimalista, con detalles de ramas de pino grabadas alrededor.
Justo como el collar que me dio Itsuki esa mañana.
Y en el centro, en vez de una piedra enorme y ridícula, había un pequeño diamante tallado como una flor, delicado, brillante, elegante sin exagerar.

Exactamente el tipo de cosas que a mí me gustan.
Demasiado perfecto.
Demasiado pensado.
Demasiado personal.

—Rinto… —mi voz se escuchó más baja de lo que esperaba— …esto… ¿cómo supiste?

—Te observé —respondió simplemente—. Desde que nos conocimos, siempre traías accesorios pequeños, limpios, con detalles naturales. No te gustan las cosas llamativas. Y… —hizo una pausa breve, como si dudara— …quería que tu anillo fuera algo que realmente te representara.

Me sentí absurdamente… visto.
Visto de verdad.

—¿Puedo…? —levantó un poco la mano, dudando—. ¿Puedo ponértelo?

—Sí —respondí, antes de pensarlo demasiado.

Extendí mi mano y él tomó mis dedos con cuidado.
Demasiado cuidado.
Como si temiera romperme.

Deslizó el anillo lentamente.
Encajó perfecto.

—Te queda bien —murmuró.

—Es… hermoso —admití, bajando la mirada al brillo discreto de la flor—. Y no es cursi. Y no parece de abuelo. Y no tiene el logo de ninguna empresa. Y no—

—Sora —me interrumpió—. Solo di que te gusta.

Tragué saliva, sintiendo la cara caliente.

—…Me gusta. Mucho.

Rinto exhaló como si hubiera estado conteniendo el aire desde anoche.

—Me alegra.

—Pero sigue siendo raro que me des esto hoy —lo miré de reojo—. ¿No se supone que los regalos de boda se dan antes de… ya sabes… firmar nuestra sentencia?

—No quería que fuera un trámite —dijo, directo pero sin dureza—. Quería que fuera mío. No de los demás.

Por un segundo, parecía un chico normal, no un vicepresidente, no un heredero, no un Minato.
Solo… Rinto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.