Nací Omega, o como a mi padre le gusta decir, “el error de la familia”. Por este simple hecho, no solo mi familia parecía no quererme, sino que el resto del mundo parecía tenerme manía. Ser un Omega venía con un sello invisible de inferioridad, como si solo existiéramos para servir o… bueno, para procrear. Bonito destino, ¿no?
Todo esto me llevó a la situación en la que estaba justo ahora: frente a un estúpido beta que, al verme salir de la tienda de conveniencia, me empujó con la convicción de que era hilarante.
—¿Sabes algo? Hueles a fácil —dijo, con una sonrisa que intentaba ser coqueta pero terminaba ridícula.
—Y tú hueles a idiota —respondí, con calma que ni yo mismo creía posible.
Su rostro se enrojeció como un tomate; levantó el puño hacia mí, y con un movimiento instintivo, lo esquivé y le lancé un codazo directo a la nariz. Se tambaleó y cayó al suelo, dejando escapar un grito indignado.
—¡Me sangra la nariz, idiota! —gritó, furioso.
El enojado era yo. Esto era… normal en mi vida diaria. Defenderme se sentía extraño, pero bien; casi terapéutico.
—Vaya, al menos tienes —dije, sintiendo cómo la adrenalina me recorría la espalda—. No significa que puedas hablarme así, ni acercarte a mí como si yo fuera tu almuerzo gratis.
Le di una patada en el estómago; se quejó. Aunque me dolió a mí también, caminar hacia casa nunca había sido tan satisfactorio. Defenderse se sentía… liberador.
El camino era tranquilo; los últimos rayos de sol se escondían detrás de los edificios, dejando paso al fresco de la noche. Respiré profundo, disfrutando ese pequeño momento de paz antes de enfrentar el verdadero desafío: mi familia.
Entré por la puerta trasera, como siempre. No me estaba permitido usar la entrada principal. Subí a mi “habitación”, antes bodega, donde mi escritorio ocupaba casi todo el espacio. Lo único que alegraba el día era la ventana al patio trasero: un cuadro vivo de la noche que me hacía sentir que el mundo seguía ahí fuera, aunque a mí me ignorara.
Me recosté, dejando que los pensamientos fluyeran, y empecé a inventariar mentalmente a la familia. Mis hermanas y yo somos distintos: Hanna, alfa de 23 años, siempre tan seria que parecía que incluso respirar era un acto calculado; Ayse, beta de 21 años, competitiva hasta con su propia sombra; y yo, Omega de 19 años, la versión humana de un desastre ambulante.
—Genial —susurré—. No hay nada bueno en esto. Alfas arrogantes, betas competitivos… y yo, sin voz ni derechos, básicamente un accesorio biológico.
Antes de mi primer ciclo, las restricciones eran pequeñas: podía comer en la cocina, salir solo de manera limitada y no podía hablar de mí mismo con nadie. Pero todo cambió con mi primer celo: debía esperar a que todos se fueran para comer, preparar mi propia comida, y la educación formal ni se mencionaba; según mi padre, invertir en mí era una pérdida de dinero. “Probablemente solo termines vendiéndote por ahí”, solía decir, como si ya no fuera suficiente presión sobrevivir en este mundo.
Un coche me sobresaltó. La puerta principal se abrió y los pasos de mi padre subieron al piso como tambores de juicio. Aún temía que viniera hacia mi cuarto.
—¡¿Estás loco?! ¿Qué te pasa?! —gritó mi madre, con furia contenida que podía romper cristales.
Me escondí bajo las sábanas y, como siempre, recurrí a mis audífonos. Puse mi canción favorita: Just Pretend de Bad Omens. La tarareé levemente, intentando que el mundo siguiera girando aunque fuera un poco a mi manera. No sé cuánto tiempo estuve así; seis repeticiones de la canción… tal vez cien… ya no importaba.
De repente, la puerta se abrió de golpe. Me incorporé y quité los audífonos. Hanna estaba allí, mirándome como si yo fuera un insecto que acababa de molestarla. Ojos verdes como cuchillos, cabello oscuro de nuestro padre, y toda la autoridad heredada concentrada en un solo vistazo.
—¿Se te ofrece algo, Hanna? —dije poniéndome de pie, intentando no temblar.
—No pronuncies mi nombre —dijo, girándose con la gracia de una estatua animada—. Padre dice que bajes a cenar con nosotros.
¿Cenar con todos ellos? Nunca había pasado. Ni siquiera podía recordar la última vez que no sentí el silencio congelante de la mesa como un recordatorio de mi inferioridad.
Me cambié de camisa y acomodé mi cabello rubio. Bajé con un nudo en la garganta y el corazón latiendo a mil por hora. Nervioso no… aterrorizado.
Tomé asiento al final de la mesa, donde siempre iba, con un plato visiblemente más pequeño que el de mis hermanas. Pero al menos estaba allí. Eso contaba, ¿no?
—Hoy hubo un accidente —comenzó mi padre, con esa voz grave que hacía que hasta el aire pareciera más denso—. El dueño de la compañía vio la foto de Ayse y quiere que asista a una cita matrimonial con su hijo.
—¿Qué? ¡Dime que no lo hiciste! —gritó Ayse, saltando del asiento como si fuera a atacar al mundo—. ¿Y si es viejo o feo? ¡No puedes hacerme esto, papá!
—Tuve que decir que sí, puedo perder el trabajo —respondió él, con un ceño fruncido que prometía tormenta.
—Y no lo hará, ¿verdad, cariño? —intervino mi madre, suavizando la voz, como si fuera una diplomática negociando un tratado de paz—.
—Omega —dijo mi padre con gravedad.
Levanto la mirada. Obvio, me hablaba a mí.
—Mi nombre es Itsuki, no Omega —mi voz salió más suave de lo que esperaba, un intento inútil de recordar que aún podía tener dignidad.
—Eso no importa. Tú asistirás a la cita en lugar de tu hermana.
—¿Qué? —solté el tenedor—. ¿No lo has notado? Soy un chico y ella una chica.
—Se parecen, ponte un vestido y ya —dijo con esa naturalidad que solo los padres con poderes absolutos poseen.
Tenía razón. Ayse y yo éramos casi idénticos: cabello rubio, pálidos, delgados. Ella con ojos verdes, yo con ojos negros. Pero ser casi idéntico no hace que esto sea menos absurdo.
—Su nombre es Rikuya, alfa —añadió mi padre—. No sabemos su apariencia ni edad, pero no importa —sonrió cínicamente.