Un desastre perfecto

2

Toda mi existencia se resume en situaciones cómicas… y esta es una de ellas.

El aire se atascó en mi garganta. Quería reír, llorar o romper el espejo frente a mí. En él estaba mi reflejo, deformado por la incomodidad: un vestido lila a la altura de las rodillas. Ayse se había esmerado demasiado en esta farsa.

Mi rostro estaba pintado con colores que resaltaban lo delicado de mis facciones. Los labios, teñidos de un rosa pálido, parecían suaves. Mis ojos, rasgados, tenían un toque rojizo que buscaba hacerme ver… ¿tierno? Nada podía ser más ridículo. Ah, espera. Tal vez las orquillas en mi cabello superaban eso.

—Hanna tenía razón, eres prácticamente una mujer —siseó Ayse con su voz chillona.

—¿Celosa de que tenga más pecho que tú? —me acomodé el escote con descaro.

—¡Eso no es cierto! —apretó el puño, furiosa—. No vas a estar de regalado. Solo debes hacer que no quiera volver a verte, ¿entendiste?

Deshizo el puño y salió de mi habitación a zancadas. Seguramente iba a acusarme con su “papi”.

Me miré una vez más en el espejo. Sí, me veía más bonito que ella, pero ese no era el punto. Suspiré y bajé las escaleras. El ambiente en la casa estaba animado: la risa de mi madre, las voces de mis hermanas. Todo se apagó en cuanto aparecí.

El aire se volvió denso, pesado. Mi padre me miró con desaprobación.

—Bueno, algo es mejor que nada —dijo, girando la vista hacia mis hermanas—. Es en el restaurante “Palace”. Solo dices tu nombre.

¿Era una broma?

—Ese restaurante queda al otro lado de la ciudad. ¿Planeas que camine? —mi voz salió dura.

—Puedes ir en taxi. Después de todo, siempre puedes pagar con tu cuerpo —rió como si hubiera contado el mejor chiste del mundo.

Lo peor fue que todos lo siguieron.

—Por favor, papá, nadie caería tan bajo como para estar con él —soltó Hanna, venenosa, entre risas.

Apreté los puños. Mi mandíbula rechinó.

—Olvídalo —dije con la voz más tranquila que pude reunir.

Caminé hacia la puerta trasera. El sol me golpeó en lo más alto del cielo. Genial: una hora caminando hasta ese dichoso lugar. Al menos llegaría sudado; con suerte, así no querría ni sentarse conmigo.

Saqué los audífonos del bolsillo del vestido, puse música y empecé a andar. Con canciones, todo se siente más sencillo. Te olvidas de los problemas. Si subes suficiente el volumen, incluso puedes ignorar tu conciencia.

Aunque… hacía tiempo que no escuchaba a mi Omega.

El médico había dicho que era por el uso excesivo de supresores. Según él, mi Omega había decidido “hibernar” para no soportar más dolor. Me había dejado solo.

No quería pensar en eso. Subí más el volumen y empecé a cantar en voz baja:

Falling stars spring in the sky…
Don’t mean much to the blur of time…

Mi canción favorita. Podía escucharla mil veces sin cansarme. Me sabía cada palabra al derecho y al revés.

Cuando el edificio apareció frente a mí, supe que había llegado.

“Lujoso” se quedaba corto. Tres pisos de cristal y candelabros que colgaban desde techos altísimos. Todo gritaba riqueza.

Me acerqué a la recepcionista.

—Hola, vengo a una cita. Mi nombre es Ayse Cho.

Ella me miró de arriba abajo con desprecio. Luego, al encontrar mi nombre en el registro, su rostro cambió a una sonrisa forzada.

—Ah, claro. Sígame, por favor.

Entramos al elevador. Subimos al tercer piso. Cuando las puertas se abrieron, vi un salón lleno de pequeñas mesas para dos, separadas por telas traslúcidas que dejaban ver solo las sombras. Me condujo hasta una mesa junto al ventanal.

—Este es su lugar. En un momento vendrán por su orden. Que disfrute.

Se retiró.

Me senté, incómodo, observando la ciudad desde lo alto. El corazón me golpeaba el pecho, recordándome que esta cita no era idea mía.

Y aún así, tenía que seguir el juego.

Unos pasos se acercaron. La sombra de alguien alto se proyectó detrás de la cortina. Una mano blanca, con un reloj elegante, la apartó.

El Alfa entró en escena.

Su aroma tenía un leve toque a café, pero no cualquiera: era ese café caliente que disfrutas en los días lluviosos.

Cabello naranja como nubes al atardecer. Ojos azules, profundos, como el mar más cristalino. Fornido, atractivo. Y con un aire de superioridad que me provocaba arcadas.

Se dejó caer en la silla con rudeza.

—Seamos claros —su voz grave me atravesó—. Me obligaron a venir, así que estaré unos minutos y me iré.

¿Quién demonios se creía?

—Para tu información, también me obligaron. —Crucé los brazos.

—No te pregunté, ¿o sí? —sacó su celular, sin siquiera mirarme.

—¿Y quién dijo que te lo decía a ti?

Levantó una ceja, con una sonrisa burlona.

—¿A quién más se lo dirías? No me digas que eres de esas que hablan solas.

Ese idiota…

—Y tú eres de esos que presumen dinero porque es lo único que tienen, ¿no?

Mi mandíbula dolía de tanto apretarla.

Él soltó una risa corta.

—Ja. Lo dice la que está aquí intentando casarse conmigo. ¿No deberías insinuarte para que te elija?

El descaro me desbordó. Tomé el florero de la mesa y le lancé el agua directo a la cara.

Su traje quedó empapado.

—¡¿Estás loca?! —se levantó de golpe. La furia destrozó su fachada arrogante.

—Sí, estoy loca. ¿Y qué? —lo encaré—. Si no quieres que esto se repita, no vuelvas a buscarme.

Sus feromonas se agriaron, llenando el aire de un olor punzante e incómodo.

Golpeó la mesa con fuerza.

—Me voy. La comida está pagada. Quédate si quieres.

Se marchó sin mirar atrás.

Respiré hondo, temblando. Me dejé caer en la silla. Al fin había terminado.

O eso pensé.

La mesera apareció con un plato. El olor me golpeó directo al estómago. Quería irme, pero… era la primera vez que tenía comida de verdad frente a mí.

Me quedé.

Cada bocado fue un paraíso. Carne dorada, salsa dulce, jugo de naranja fresco. Nada como las sobras que solía comer. El postre, crujiente y con aroma a café, me hizo sonreír.



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En el texto hay: omegaverse, confusion, chicoxchico

Editado: 10.10.2025

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