Siempre creí que mi color favorito era el verde, pero si me lo preguntaran ahora, respondería sin dudar que es el dorado.
Estaba sentado frente al escritorio, con los ojos atrapados en aquella cajita. El collar brillaba bajo la luz tenue, como si respirara por sí mismo.
Era lo más hermoso que había visto.
Un verdadero regalo de despedida.
Había pasado una semana desde aquella cita. No me buscó otra vez, tampoco llamó a mis padres. Supuse que, por fin, esta vez había salido bien.
El celular vibró sobre la mesa y me sacó del trance.
Amelia: ¿Puedes venir hoy?
Amelia: Es una emergencia de limpieza.
Sonreí sin pensarlo.
Itsuki: Claro, estaré ahí en 15.
Colgué el collar bajo la sudadera —nadie lo notaría—, escondí la caja entre las tablas flojas del suelo y metí un parche en el bolsillo. Bajé por las escaleras que chillaban con cada paso, como si reclamaran la soledad de la casa.
El silencio era habitual. Mi padre trabajando, mis hermanas en la universidad y mi madre, seguramente, presumiendo algo a las vecinas.
El cielo estaba encapotado, con nubes densas que anunciaban lluvia. Sonreí para mis adentros: la lluvia siempre ha sido mi refugio.
El trayecto era corto, apenas seis cuadras. Mientras avanzaba, no pude evitar recordar cómo la había conocido.
Había sido un año atrás. Recién cumplida la mayoría de edad, había salido a buscar trabajo con la esperanza de ahorrar lo suficiente para huir de aquella casa. Pero ser Omega cerraba puertas. Siempre la misma cantaleta: “faltan mucho por los ciclos, distraen a los Alfas”. Mentiras disfrazadas de excusas.
Ese día volvía derrotado tras otro rechazo. Llevaba los hombros caídos, los pasos arrastrados, cuando vi a una anciana tambalearse bajo el peso de unas bolsas del mercado. Me acerqué sin pensarlo y las cargué por ella.
Recuerdo aún la calidez de su sonrisa. Tan genuina, tan parecida a la de esas abuelas de los cuentos. Antes de darme cuenta ya estaba abrazando aquel cuerpo frágil y encorvado. Me invitó a pasar, a tomar té con galletas. Entre sorbo y sorbo terminé desahogándome, y al final, me ofreció trabajo.
Desde entonces iba dos veces por semana a ayudarla. Ella, en correspondencia, me recomendaba con sus amigos. No cobraba demasiado, sabía que todos rozaban los ochenta y vivían con lo justo.
Me detuve frente a su casa: imposible confundirla, la única pintada de un rosa tan vivo que parecía resistirse al paso del tiempo. Toqué el timbre y enseguida el aroma a miel impregnó el aire.
La puerta se abrió y me recibió con un abrazo apretado.
—Suki, deberías caminar más despacio.
—No vivo tan lejos, por eso llegué rápido, lo sabe.
Ella soltó una risa suave y se hizo a un lado.
—Horneé pastel de queso, tu favorito.
—¿En serio? —parpadeé incrédulo.
Un calor tibio se instaló en mi pecho. Amelia siempre recordaba lo que me gustaba… y lo que no. A veces deseaba que fuera mi abuela de verdad.
—Come antes de empezar, para que tengas energía.
Me dejé caer en la silla sin objeción. Apenas probé un bocado, el pastel se deshizo en mi lengua, dulce y cremoso, como si se fundiera con el aire.
—Dios…
—Despacio, todavía hay más —rió, con los ojos entrecerrados de gusto.
La casa estaba tan callada como siempre, pero había en ella una calidez imposible de ignorar. Amelia también era Omega, aunque nunca se casó. Con el tiempo me había contado su historia, a retazos, entre pausas largas y sonrisas tristes.
La primera vez que lo hizo, recuerdo que se quedó mirando la ventana, con los dedos apretando la taza de té como si le diera fuerza. Me confesó que fue vendida a un burdel en su juventud. Que tuvo hijos, a quienes también le arrebataron. Que una noche huyó, con el miedo pegado a la piel.
En otra ocasión, con la voz casi apagada, me habló de un hombre. Un general que la trató con respeto, incluso con amor. “Era como un igual”, decía, y la luz en sus ojos entonces era distinta. No quiso casarse con él, temiendo que todo cambiara, pero él lo aceptó, le construyó aquella casa y se la dejó como refugio. Años después, murió en la guerra.
Yo escuchaba en silencio, observando cómo sus manos temblaban al acariciar el borde de la mesa. Esa mezcla de dolor y gratitud siempre me partía el alma.
Un pinchazo en el cuello me devolvió al presente.
—Auch… —llevé la mano al lugar.
Ella frunció el ceño y me quitó el parche de un tirón.
—Ya te dije que no uses esas cosas.
—A mi padre no le gusta mi aroma.
—Tu padre es un idiota. ¿Sabes que te hacen daño, verdad?
Esa no era la primera vez que discutíamos lo mismo. Desde que supo que era Omega me regañaba por ocultarlo. Decía que bloquear mis feromonas solo las acumulaba, hasta que salieran todas de golpe. Y que entonces sería peor. Según ella, tenía suerte de aún poder controlarlas.
—Lo sé, pero estoy bien.
—¿Y tu celo? —preguntó, con el ceño fruncido y los dedos tamborileando sobre la mesa—. ¿No te duele mucho?
—Este año solo he tenido uno… —bajé la mirada, sintiendo las mejillas encenderse.
—Cariño, ya va más de medio año. Deberías haber tenido el segundo. Seguro es por esos parches. Cuídate… el siguiente llegará el doble de fuerte.
Asentí, sabiendo que sus palabras no eran regaño, sino preocupación sincera.
—Debería tomar una siesta —le tomé la mano, cálida y frágil—. Cuando termine le aviso.
Ella me sonrió con ternura y se retiró a su habitación.
Me quedé mirando la puerta cerrada. Sí, estaba abusando de los parches. Pero ¿qué otra opción tenía? En esa casa mi voz no contaba.
Cuando entré a la cocina entendí lo de “emergencia”. Harina en el suelo, huevo en la pared y hasta en el techo, y restos de mezcla dura pegados a la encimera.
—Madre mía… —murmuré, rodando los ojos.
Me puse manos a la obra. Lavar trastes, fregar encimeras, barrer, trapear. Para el techo improvisé con una escoba. Revisé el refrigerador y tiré lo que ya no servía.