POV Rikuya
Decisiones.
Siempre he pensado que la vida se reduce a eso. Una sola elección puede derrumbarlo todo… o cambiar el rumbo para siempre.
Cuando mi padre irrumpió en mi despacho, sin tocar la puerta, no imaginaba que esa visita terminaría alterando mi destino.
—Te conseguí una cita matrimonial —anunció sin rodeos.
—No estoy interesado —contesté, sin apartar la vista de los documentos.
—Vamos, es la hija del líder de ventas. Podrías al menos intentarlo. —Su tono era demasiado entusiasta, casi infantil.
Lo miré con frialdad.
—¿Por qué tanto interés, de repente?
—Es bonita. —Encogió los hombros como si eso fuera suficiente—. Una beta de cabello rubio y ojos verdes. Tendrían hijos preciosos.
Contuve un suspiro. Su lógica era absurda, pero claro, estaba en esa edad en la que lo único que deseaba era convertirse en abuelo.
—Bien —sentencié—. Pero será la última vez.
Sabía cómo acabaría: igual que todas. Sonrisas ensayadas, risitas agudas, manos buscando la oportunidad de aferrarse a mí para asegurar un lugar. Nada nuevo. Después de todo, soy el heredero del Grupo Kyo, la tercera empresa más grande del país. Para la mayoría, no soy un hombre: soy un peldaño hacia el poder.
La cita se organizó en un restaurante elegante. Todo estaba dispuesto para la falsedad… hasta que la cortina se abrió.
Un destello dorado fue lo primero que vi. Su cabello, rubio como el oro, caía suavemente. El vestido dejaba entrever unas piernas largas y firmes, no frágiles como las de tantas otras. Sus manos, aunque cuidadas, mostraban huellas de trabajo. Pero fueron sus ojos los que me atraparon. Negros, intensos, con una chispa extraña que no supe descifrar. Oscuros como un abismo que me invitaba a perderme.
¿No se suponía que debían ser verdes?
Aun así, me negaba a darle la victoria a mi padre. Me senté y repetí mi discurso frío, el mismo que había espantado a todas las anteriores. Esperaba sumisión o al menos una sonrisa nerviosa. Pero esa chispa en su mirada se apagó, volviéndose más sombría.
Entonces habló. Su voz, más grave de lo que imaginaba, vibró en el aire. Y antes de comprenderlo, terminé empapado en agua con olor a pantano. Su risa satisfecha me atravesó más que el líquido helado.
La ira me recorrió, caliente, subiendo por mis venas como fuego. Me mordí el interior de la mejilla para no perder la compostura. No podía dar esa imagen de mí. Estaba a punto de marcharme cuando algo invisible me detuvo: un soplo casi imperceptible. Un aroma fresco, puro, como el rocío del bosque al amanecer. Por un instante pensé que venía de ella… Pero era imposible. Una beta no podía oler así.
Me alejé hacia el elevador, esperando verla huir, incomodarse, o al menos buscar mi aprobación. Nada. Entre las cortinas, permanecía ahí, comiendo con tranquilidad. Esa cita realmente no le importaba. Quizá ni siquiera había tenido elección.
Creí que sería el final. Me equivoqué. Esa noche soñé con ella. Con esa mirada ardiendo de ira y esa silueta relajada, masticando con calma. No pude dormir.
¿Arrepentimiento? Tal vez.
Nunca nadie me había tratado así. Siempre habían corrido detrás de mí.
¿Por qué esa persona no?
¿Era siquiera una “ella”?
Otra decisión: pedí una segunda cita, esta vez menos formal.
Mi secretario me entregó una carpeta con su información.
Ayse Cho. 21 años. Beta.
Padre: Henry Cho (alfa).
Madre: Carmen Cho (beta).
Hermanos: Hanna (alfa, hermana mayor). Itsuki (género desconocido, hermano menor).
La foto era distinta. Una sonrisa fingida, mirada cínica. Nada que ver con la persona que había enfrentado en la primera cita. En cambio, el hermano se le parecía demasiado. Eso explicaría la voz grave.
Todo entorno a el era un vacío. Último grado escolar: preescolar. Sin anotaciones de género. En un mundo donde todo se registra, ese silencio era un misterio.
El día de la segunda cita su comportamiento me descolocó. Caminaba con una lentitud desesperante, y a veces se detenía, apretando el puño mientras el color abandonaba su rostro. Parecía contener un dolor profundo. Luego respiraba hondo y avanzaba como si nada.
En la tienda de ropa, nada le gustaba… y aun así llenó los brazos de prendas.
Todo cubierto, ¿No tendría calor?
Me pidió dinero con descaro, culpándome por invitarlo. Tragué mis palabras y le pasé la tarjeta. Cuando la manga se levantó un instante, descubrí un moretón morado y verdoso en su piel. Algo en mi pecho se tensó, como si me hubieran apretado con una garra invisible.
Al salir, su pierna cedió un segundo y estuvo a punto de caer. Se incorporó con una rapidez forzada, como si no quisiera mostrar debilidad. Pero los pequeños gruñidos, la rigidez en su andar, el dolor que trataba de ocultar… eran imposibles de ignorar.
Y, aun así, todo en él parecía una máscara… hasta que lo vi detenerse frente a un escaparate. Sus ojos brillaron por primera vez. No con codicia, sino con un anhelo tan puro que me desarmó. Un collar sencillo: una rama de pino en oro. No diamantes, no lujo. Pino.
Me acerqué, buscando otra vez ese aroma. Nada. Quizá no era suyo.
El nego aquello que parecía genuino, Pero pedí que lo incluyeran en la compra.
Me dejó las bolsas a mí. ¿Quién se creía? Y aun así, lo acompañé. Le ofrecí llevarlo a casa. Rechazo tajante.
El camino fue sofocante. El bullicio de la ciudad golpeaba mis sienes. Entonces encendió la radio. Iba a apagarla, hasta que escuché su voz. Cantaba. Desafinado, sí… pero había algo hipnótico en ese timbre, algo que me atravesó como un puñal suave. Lo más hermoso que había escuchado. Lo elogié, y por primera vez, se cohibió. Lo pude leer. Finalmente.
Dos citas. Dos personalidades distintas. Moretones. Gustos simples. Todo envuelto en un misterio. Quizás la amistad sería suficiente. Yo no buscaba otra relación. La empresa siempre ha exigido más que cualquier persona.