¿Era una mala idea?
Por supuesto.
¿Me arrepentía?
Tal vez.
Pero nada me quitaba la sensación cálida en el pecho al hacer esto.
Al fin y al cabo, soy alguien de palabra.
Había pasado casi un mes desde nuestra última cita, que terminó siendo mucho mejor de lo que imaginé. Aún tenemos una pendiente, pero al parecer surgió un proyecto que debía gestionar personalmente y no hemos podido concretarla.
Eso no le impidió estar pendiente de mí. Desde aquel día me escribe siempre que tiene un momento libre. Y, poco a poco, nos hemos vuelto cercanos.
El aroma a tomate comenzó a impregnar la cocina, anunciando que la comida no tardaría en estar lista. Coloqué un plato desechable sobre la mesa, añadí unas tostadas, cubiertos y, cuando todo estuvo preparado, serví la comida con cuidado.
El celular vibró.
Medebeunasopa: Estoy aquí.
Cerré el teléfono, tapé la comida y salí de casa, intentando parecer tranquilo. Mentiría si dijera que lo estaba: el sudor bajando por mi cuello delataba lo contrario.
Al doblar la esquina, lo vi. Su característico coche negro me esperaba, como siempre, perfectamente puntual.
No recuerdo bien cómo empezó, pero, ante la imposibilidad de tener citas formales, terminamos encontrándonos en su hora de comida. Siempre llega puntual, se queda exactamente una hora y hablamos de todo y de nada.
Antes de acercarme, retiré el pedazo de tela que ocultaba mi nuca. Sin pensarlo demasiado, abrí la puerta del copiloto —sabía que estaría sin seguro— y subí.
—Hola, bonito —sonrió, aunque su rostro mostraba señales de agotamiento. Las ojeras oscuras bajo sus ojos gritaban que llevaba días sin dormir bien.
—Hey —respondí mientras me acomodaba.
—¿Qué traes ahí? —señaló el plato que aún tenía en las manos.
—Dijiste que querías probar algo hecho por mí.
Y ahí estaba la razón de mis nervios. Hacía tiempo que no cocinaba solo para mí, intentando ahorrar lo máximo posible. Pero al verlo tan delgado últimamente, me comprometí a preparar algo que le devolviera un poco de fuerza. Trabajé horas extra esa semana para que este gasto no me afectara demasiado.
No estaba del todo seguro del resultado… pero me gusta cocinar, lo hago seguido para los abuelos a quienes limpio la casa.
Quizás me acostumbré tanto que no lo había notado hasta ahora: su aroma a café comenzó a inundar el interior del coche, mezclado con algo dulce y cálido que parecía suavizarlo todo.
Tomó el traste de mis manos, lo abrió y probó un bocado. Yo lo observaba en tensión, pendiente de cada movimiento, mientras él masticaba con una calma exasperante, solo para molestarme.
Me miró.
—Esto es delicioso —afirmó, llevándose otro bocado a la boca—. ¿Qué es esta delicia?
El aire salió de mis pulmones en un suspiro que no sabía que estaba conteniendo.
—Es calabaza frita con carne y tomate —relajé la espalda—. Ojalá te ayude a recuperar fuerzas.
No respondió de inmediato. Aparté la vista hacia la ventana; todavía me cuesta decir lo que pienso en voz alta.
Entonces lo sentí: un peso en mi hombro y una respiración cálida contra mi cuello. Su cabello rozaba mi piel, cosquilleándome. Había apoyado su cabeza en mí.
Me di cuenta de algo: le gustaba mi olor. Siempre encontraba la manera de acercarse y respirar profundamente. Al principio esos gestos me provocaban pánico, pero con el tiempo noté cómo lo ayudaban. Después de una discusión en la que, sin querer, liberé demasiadas feromonas, lo vi relajarse por completo. Su mirada se suavizó, sus pupilas se dilataron, y desde entonces dejé de usar los parches cuando estaba con él.
Si esto era lo único que podía darle, lo haría sin dudar.
Subí la mano por sus hombros hasta acariciar suavemente su cabello. Él respondió restregando la nariz más cerca de mi cuello.
Ese instante transcurrió en cámara lenta. No sé cuánto tiempo permanecimos así. Cuando al fin se reincorporó, continuó comiendo como si nada.
Cuando lo vi comer lo que había preparado, una sensación extraña me apretó el pecho.
No era hambre, tampoco orgullo… era algo que nunca había sentido: la ilusión de que alguien, al menos por un momento, disfrutara de algo hecho por mí.
Me quedé observando cómo masticaba con calma, cómo se detenía a saborear hasta lo más sencillo. Mis manos estaban heladas, pero mi pecho ardía.
—Nunca pensé… —me descubrí murmurando casi sin voz— que alguien sonriera por algo que yo hiciera.
Él levantó la mirada, sorprendido, y su gesto se suavizó tanto que tuve que girar el rostro para que no notara cómo se me ponían rojas las mejillas.
—Mañana tengo el día libre —dijo de pronto—. ¿Podríamos salir?
Claro que podíamos. Claro que quería. Pero había algo que me preocupaba más.
—¿No prefieres descansar? —pregunté, con la vista fija en la ventana.
—Esto no es nada —respondió con naturalidad—. Pero entiendo si no quieres salir.
Lo miré apenas terminó la frase. Su atención estaba perdida en el plato vacío, como si se refugiara en él para no mostrarme algo más.
—No es eso —suspiré—. Claro que quiero salir… pero te ves agotado. Me gustaría más que descansaras.
El silencio se alargó. No me devolvió ninguna palabra, solo me miró y sonrió. Una sonrisa que me partió el pecho: no era de felicidad, sino de contención. Como si quisiera pedirme otra oportunidad sin atreverse.
Sentí que debía ceder.
—¿Podemos vernos en tu casa? —solté de repente.
Me observó extrañado, como si no hubiera entendido.
—Podemos pasar tiempo juntos mientras descansas. Cocinamos, vemos una película… nada que te canse demasiado. ¿Qué dices?
La sonrisa que me regaló entonces iluminó todo a su alrededor.
—Sí. Pasaré por ti a las once de la mañana, ¿está bien? —su voz tenía un leve temblor.
—¿Tan temprano? —fruncí el ceño. Si la idea era que descansara, debería dormir hasta tarde.
—Quiero que pases el día conmigo.