Me removí con total libertad, como si estuviera recostado sobre una nube.
¿Por qué todo era tan fresco?
Mi nariz comenzó a doler, sentía el aire frío que me pinchaba la piel. Instintivamente llevé mi mano a ella: estaba helada. Aún sin abrir los ojos me giré de un lado a otro, buscando calor en medio de aquel ambiente gélido… hasta que lo encontré. Algo blando y tibio me recibió. Sin pensarlo mucho lo abracé, acercándome lo más posible. Podría quedarme un rato aquí, escondido en ese calorcito, al menos ese era el plan.
Todo cambió cuando unos dedos se deslizaron por mi cabello, acariciándome con suavidad. Abrí los ojos de golpe, solo para descubrir que no era un “algo”, sino un “alguien” lo que estaba abrazando.
Mi instinto fue empujarlo con fuerza, y como estaba en la orilla de la cama, cayó ruidosamente al piso.
Me incorporé de inmediato, mirando a mi alrededor. Estaba en una cama enorme, casi tan grande como toda mi habitación en casa. El lugar era blanco con toques de azul oscuro; a un costado había una ventana gigante que cubría media pared. No estaba en mi cuarto, eso era seguro.
En el suelo, mirándome con una expresión de pocos amigos, estaba él. Tragué saliva. El alfa me observaba con esa cara que gritaba: “¿Qué te pasa?”.
—No me mire así… yo no sé qué hacía abrazándome —dije indignado, aunque sabía bien que el culpable era yo.
Si las miradas mataran, ya estaría tres metros bajo tierra.
—Tú fuiste el que dijo que no me fuera.
Los recuerdos de la noche anterior me golpearon como una cubeta de agua fría. Claro… él me había traído a su casa, se había ofrecido a dormir en otro cuarto, pero yo, con el miedo de quedarme solo, le pedí que se quedara conmigo.
“¿Podrías quedarte solo por hoy?”… Y para empeorarlo, hasta le sostuve la mano.
El ardor en mi cara se extendió con violencia. Sentía que me ponía de todos los colores posibles.
Una risa escapó de su garganta, sacándome de mi sentimiento de humillación.
—Por lo rojo de tu cara veo que ya te acordaste —se levantó despacio, sacudiéndose—. ¿Desayunamos?
Me cubrí la cara con las manos, incapaz de verlo. Dios, ojalá la tierra me tragara. Y que él siguiera riéndose no ayudaba nada.
Respiré hondo, levanté el rostro e intenté poner mi mejor cara de indignación.
—Vale, vale, ya no me río. Te dejé ropa sobre el sillón. Sal cuando te sientas listo —dijo, revolviendo mi cabello con una caricia antes de salir de la habitación, dejándome solo.
Caí de espaldas sobre la cama, recordando cada detalle de la noche anterior. Definitivamente no quería salir. Mi plan era envolverme en la sábana y quedarme ahí todo el día.
Claro que mi estómago tenía otros planes. Traicionero, rugió con fuerza, recordándome que tenía hambre.
La habitación, además, me resultaba abrumadora. Era enorme, con una combinación de aromas que me mareaban. Recordaba que cuando llegué casi me embriagué con su olor; en lugar de café, era como licor de café, fuerte y envolvente.
Suspirando resignado, tomé la ropa que me había dejado y entré al baño.
El baño era tan sofisticado que hasta daba miedo. La regadera tenía más botones que el control remoto de la televisión, y terminé apretando varios hasta que, por suerte, salió agua. Me lavé con calma, notando algunos pequeños moretones en mi pantorrilla y costilla, recuerdos del día anterior. No dolían mucho, pero me hicieron fruncir el ceño.
El shampoo también olía a él. Todo olía a él.
Cuando terminé, tomé la ropa que me había dejado. Apenas la desdoblé, casi la arrojé de frustración: ¡era gigantesca!
La ropa interior ni siquiera lo intenté, me puse la mía. La que él me dio seguramente se me caería. Me coloqué la camisa negra de manga larga que me quedaba como vestido, justo arriba de las rodillas. Intenté ponerme los pantalones, pero era ridículo: mis dos piernas cabían en una sola de las suyas. Así que los dejé a un lado.
Su camisa estaba impregnada de su aroma. No pude evitar llevar una manga a mi nariz, aspirando profundo. Ese olor me relajó más de lo que quería admitir.
Finalmente, reuní valor para salir.
El resto de la casa era igual: grande, elegante, con techos altísimos. El contraste entre azul y blanco daba un aire frío, pero también moderno. En la cocina, sobre la isla, estaba él, desayunando mientras platicaba con una mujer mayor.
Ella tenía una cabellera castaña que comenzaba a encanecer, baja de estatura y con una sonrisa cálida. Parecía irradiar ternura.
El alfa pareció percibir mi presencia, girándose hacia mí. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró enseguida, quedándose con los ojos tan abiertos que pensé que se le saldrían.
—No me quedaron tus pantalones —dije con naturalidad, caminando hasta colocarme frente a la silla. Dudé un momento, no había mesa como en mi casa, solo la isla. ¿Podía sentarme ahí?
Él seguía mirándome en silencio, volviendo la vista a su plato como si los hot cakes fueran lo más interesante del mundo.
—No sabía qué le gustaba, así que le preparé lo mismo —dijo la señora, dejando un plato frente a mí.
Suspiré. Bueno, si él no decía nada, me quedaría.
Me senté a su lado y probé un bocado.
—Nunca los he probado así, no sé si me gusten —le respondí a la señora.
—Elvia hace los hot cakes más deliciosos —murmuró él, sin levantar la mirada.
—Es un exagerado —rió ella, restándole importancia—. Pruébelos y me dice, ¿sí, señorito?
—No me diga así —repliqué de inmediato.
Lo de “señorito” me sonó ridículo, demasiado formal.
—Me llamo Itsuki, pero puedes decirme Suki —sonreí, intentando sonar amable.
Ella asintió, con dulzura.
—¿Y por qué a mí no me dijiste que podía decirte así? —por fin me miró el alfa.
Tsk. Ahora yo no lo miraría.
—¿Y usted? —pregunté, ignorándolo.
Ella rió bajito, mirando a Rikuya.
—Me llamo Elvia. Me encargo de los deberes de la casa y, antes de eso, fui la nana de Bris.