POV Rikuya
Abrazarlo y hundir mi rostro en su aroma despertó algo en mí para lo que no tengo palabras adecuadas.
Era demasiado, incluso para mí. Un nudo en el pecho que no podía explicar.
—No solo palabras… —escuché la voz en mi interior, esa parte de mí que llevaba años dormida.
Ah, claro, despertó él también.
—Podrías sonar más feliz —replicó con su tono burlón, idéntico al que recordaba.
No estaba muy feliz de admitirlo, pero llevaba ocho años sin escucharla. Ocho años de ciclos regulares, dolorosos, imposibles de compartir. Mi alfa jamás aceptó a ningún omega ni beta, y eso volvía cada temporada insoportable.
En mi segundo ciclo llegué a herir a una omega; la única imagen que quedó fue la sangre fluyendo por su brazo. Desde entonces me catalogaron como “peligroso” y me llenaron de medicamentos para no perder la conciencia. Agujas, químicos, control.
Pero nada quitaba el dolor.
El único efecto colateral fue silenciarlo a él.
Es bueno escucharte de nuevo.
—No parecías muy feliz cuando decidiste dormirme.
Me contuve para no rodar los ojos. Olvidaba lo fastidioso que era.
El estómago me pesaba como si hubiera tragado piedras. No solo por la ansiedad, sino por la expectativa. Hoy no era un día cualquiera: hoy estaría con él. Itsuki no era fácil de leer, pero ayer, en sus ojos, vi una grieta. Una apertura. Una señal de que estaba dispuesto a dejarme entrar.
Me irritó recordar cómo hablaba de su “super familia”. Cómo lo hacían sentir.
—Cálmate —susurró mi voz interna.
Me detuve en medio de la calle. La gente me rodeaba como si fuera una mancha venenosa; nadie quería acercarse. Dejé escapar feromonas desordenadas a propósito, como si no supiera controlarlas.
Al final lo dejé solo. Era lo mejor. Si lo presionaba, retrocedería.
Las calles estaban abarrotadas para ser las once de la mañana. El calor me sofocaba, y lo único que quería era regresar al aire acondicionado de casa. Pero ya había dicho que buscaría comida.
“Idiota.”
Tenía razón, no lo negaría.
Vi el letrero: blanco y amarillo, brillante, “Pizza”.
Oh. La última vez que la probamos sonrió como un niño. Entré y pedí una con extra de champiñones, esperando que su sonrisa se repitiera.
Mientras la preparaban, crucé al centro comercial. Odiaba caminar, pero el coche estaba de más para algo tan corto. El lugar estaba medio vacío, salvo por un grupo de estudiantes que se reían demasiado alto frente a unas vitrinas. Ignoré el ruido y entré a Cartier. Pedí el mismo collar.
Al recordarlo, me daban ganas de gritarle en la cara a su familia lo estúpidos que eran. Lo ciegos que son. Pero no valía la pena. Tomé la caja de terciopelo y regresé por la pizza.
El cielo se oscurecía. Lluvias. Perfecto. Con la caja en mano caminé de vuelta al edificio.
Si él aceptaba… tendría que mudarme. Buscar otro lugar. Mi departamento no servía para una vida de casados. Menos para cachorros.
Me detuve frente al elevador.
¿Qué demonios estoy pensando?
Esto es solo una salida que yo mismo ofrecí. No puedo estar soñando con cosas así.
Respiré hondo y subí.
Al abrir la puerta me golpeó un aroma a pino, entrelazado con el mío de forma tan natural que casi parecía destinado. Dejé la pizza en la isla y avancé hacia el sofá. Una bolita envuelta en una sábana me saludaba, como un taquito mal armado, solo mostrando un mechón dorado.
Elvia estaba cerca. Con un gesto le pedí silencio.
—Vino su secretario; dejó unos documentos en la isla. Me retiro, ¿sí? —me abrazó rápido.
—Gracias —susurré contra su cabello.
Mientras él dormía, revisé los papeles. Nuevas propuestas, planos, bocetos. Nada me convencía.
—¿Qué es eso? —su voz adormilada me sorprendió.
—¿Te desperté? —quise rodearlo con un brazo, pero dudé.
“Hazlo.”
Cállate.
—No tú, pero el olor a pizza sí —sonrió, iluminando toda la sala.
Antes de comer, sus ojos cayeron sobre los planos.
—¿Qué es esto?
—Propuestas para un centro comercial. Ninguna sirve.
—Se ven caros y difíciles.
Reí.
—Lo son, pero no me gustan. Pediré a otra persona.
Lo miré. Sus cejas fruncidas, genuinamente curioso.
—¿Esto lo hace una persona?
—Claro. Se llaman arquitectos. Dibujan lo que luego se construye.
—Increíble… —susurró, y el rubor lo delató.
Un gruñido suave salió de su estómago. Tomatito. Me reí para mis adentros.
—Hora de comer.
No me sostuvo la mirada, pero aceptó la pizza. Yo fui por vasos y, por hoy, refresco. No era mi costumbre, pero si a él le gustaba, bastaba.
Nunca vi a nadie sonreír tanto al destapar una Coca-Cola.
—Pizza y coca, la mejor combinación del mundo.
Comía y bebía al mismo tiempo, como si no existiera el mundo.
—Despacio, te atragantarás.
No me escuchó. Yo iba por la tercera rebanada, él por la quinta y la última.
—Ah, perdón —dijo, jugando con sus dedos—. Me comí la última.
—¿Te llenaste?
—Sí.
—Entonces no importa —me levanté—. Quédate aquí, tiro la basura.
—Déjame ayudarte.
—No. Descansa.
—Igual es tu descanso… —hizo un puchero.
Dios. Qué ganas de tocarlo.
“Hazlo.”
¿Es todo lo que sabes decir?
—Lo hago porque quiero. Quédate o no tendrás tu sorpresa.
Se quedó helado.
—¿Sorpresa? —repitió.
Confusión, nervios, y aun así obedeció.
Cuando terminé, volví a él. Saqué la cajita y puse el collar en su cuello. Se tensó apenas, un segundo, luego se relajó. Yo no resistí. Pasé mi nariz por su nuca, respirando.
Su cuerpo tembló, los vellos de su piel se erizaron, y contuvo el aire como si no pudiera moverse. Me alejé.
Quizá fui un poco invasivo.
“¿Un poco?”
Lo ignoré.
Él sostuvo el dije, y su sonrisa fue tan limpia que dolía. Sus ojos brillaban, cristalizados, atrapando lágrimas.
Ese negro que antes me pareció un abismo se transformó en la oscuridad perfecta para que su luz brillara. No me caí en él. Me quedé. Y no quiero salir.