Un desastre perfecto

12

El aire que entraba en mis pulmones no era suficiente. Cada inhalación me raspaba la garganta como si respirara fuego líquido.

Los pasos que habían retumbado tras de mí se fueron apagando hasta convertirse en un eco lejano. Quizás ya podía salir, pero no, mejor esperar unos minutos más. En las películas de acción siempre atrapaban al que huía por no tener paciencia, por correr antes de tiempo.

Un minuto.
Vamos, respira lento, no hagas ruido.

Dos minutos.
No pierdas la calma.

Tres minutos.
Bien. Ahora, vámonos.

Con cuidado, aparté un poco las anchas hojas que me habían cubierto dentro de la mata de plátanos. Miré a mi alrededor; la calle estaba vacía, el aire inmóvil, como si hasta el viento me diera un respiro. No lo veía.

Corrí.

Corrí hasta que las piernas se negaron a responder, hasta que los pulmones se me cerraban, hasta que la garganta me ardió y sentí que iba a desgarrarse de tanto pedir oxígeno. El corazón me latía tan fuerte que juré que se me saldría del pecho.

Pero entonces la vi. La casa rosa. La casa de Amelia.

Mis rodillas cedieron apenas la reconocí, como si mi cuerpo supiera que había llegado a salvo. Avancé tambaleante, golpeando la puerta con desesperación.

—¡Amelia! —mi voz se quebró, apenas un hilo rasgado de sonido.

La madera crujió y al instante se abrió. Allí estaba ella, con el delantal aún lleno de harina, el rostro manchado de blanco y los ojos redondos de sorpresa.

—¡Itsuki! —exclamó, sujetándome justo antes de que me desplomara—. ¡Por los cielos, niño! ¿Qué pasó?

Las palabras se me atoraron en la garganta. El nudo que me oprimía el pecho se rompió de golpe y un torrente de sollozos salió sin control.

—Él… estaba ahí… quería llevarme con la abuela… —mi voz se deshacía, rota, mientras las lágrimas me nublaban la vista—. No quiero ir, Amelia, no quiero…

Ella me atrajo contra su pecho, apretándome con la fuerza de alguien que intenta sostener un mundo entero con los brazos. Sus manos acariciaban mi cabello, y ese gesto cálido, su olor a miel me envolvió , me hizo sentir, por primera vez en horas, que quizás estaba a salvo.

—Shhh, tranquilo, cariño. Ya estás aquí. Nadie va a tocarte mientras estés bajo mi techo —dijo con una firmeza que nunca le había escuchado antes.

Intentó alzarme con sus brazos pequeños, como si aún pudiera cargarme como a un niño, pero terminé apoyándome torpemente en ella hasta llegar al sofá. Apenas me recostó, se giró para asegurar la puerta con pestillos y cadenas. Después desapareció por el pasillo, regresando segundos más tarde con un botiquín.

—¡Dios mío, Suki! Mira cómo estás —sus ojos se llenaron de lágrimas que se negaba a dejar caer.

Seguí su mirada y entendí su angustia. Mis piernas y brazos estaban cubiertos de arañazos y cortes provocados por las espinas de las plantas al huir. Ahora que la adrenalina se disipaba, el ardor me quemaba hasta en el rostro.

Con delicadeza, comenzó a limpiar mis heridas.

—¿Qué sucedió? —preguntó, con voz suave pero tensa, mientras pasaba un algodón empapado en alcohol por mi piel.

El contacto me arrancó un jadeo, un destello agudo de dolor.

—Se suponía que no habría nadie… —mordí mi labio para contener el llanto—. Solo iba a tomar mis cosas e irme.

—¿Irte? —su ceño se frunció, confundida.

Claro, jamás le había contado sobre Rikuya. No porque no confiara en ella, sino porque nunca supe cómo explicar… lo nuestro.

—Un… un amigo me ofreció vivir con él —logré decir al fin.

Sus ojos se abrieron de par en par.

—No debía estar en casa a esa hora —continué—, pero él… él estaba ahí, como si supiera que iría. Quería llevarme con ella. No… no podía, Amelia, no podía.

Las lágrimas cayeron sobre sus manos. Ella acarició mi mejilla, invitándome a continuar.

—Salí como pude… —sorbí por la nariz—. Las espinas me hicieron esto, pero… él dijo que podía traerme de regreso si quería. No puede, ¿verdad? Dime que no puede.

La miré suplicante, buscando consuelo. Pero su expresión me reveló que quizás lo que mi padre siempre repetía no era mentira.

—¿Amelia?

—Suki… —tomó mis manos entre las suyas—. Quisiera decirte que no, pero solo te mentiría.

Un frío me recorrió de pies a cabeza.

—Es así para los de nuestra casta. Si no portas un lazo o no estás emparejado, puede llevarte por la fuerza, alegando que eres un peligro para los alfas… que puedes incitarlos a… a comportarse de forma indebida.

Sacudí la cabeza. No, no tenía sentido.

—Pero tú… tú no estás enlazada ni casada.

Tragué saliva, buscando lógica donde no la había.

Ella bajó la mirada, suspirando.

—El alfa con el que estuve era un general. El país le debía demasiado y cerraron los ojos ante nuestra situación. Hoy en día sería imposible.

Me miraba como si fuera algo frágil, roto, necesitado de protección.

—La ley no está hecha para protegernos… —empezó Amelia, con un tono que no era frío, sino amargo—. Está hecha para recordarnos nuestro lugar.

Me miró con una mezcla de tristeza y furia contenida.

—Conozco Omegas que perdieron más que su libertad. Una amiga mía fue obligada a casarse a los dieciséis; jamás volvió a reír como antes. Nadie la escuchó. Nadie quiso hacerlo.

Su voz se quebró un segundo antes de recomponerse.

—Por eso te ayudé, Itsuki. Porque no pienso quedarme de brazos cruzados viendo cómo vuelven a destruir a alguien que todavía puede elegir.

Sentí que esas palabras me atravesaban. No era solo una explicación: era una confesión cargada de cicatrices.

Mis sollozos apenas me dejaron murmurar:

—Necesito hablar con Rikuya.

Amelia asintió sin dudar y corrió a traer el teléfono. Cuando me lo extendió, mis dedos temblaban tanto que casi lo dejé caer. Marqué. Cada tono me retumbó como una eternidad.

—¿Itsuki? —su voz al otro lado sonó alerta, cargada de preocupación—. ¿Dónde estás?



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En el texto hay: omegaverse, confusion, chicoxchico

Editado: 10.10.2025

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