El calor de mis sábanas me envolvía con una suavidad que me costaba dejar atrás. Había algo en el ambiente, una mezcla curiosa: como si el aire arrastrara el aroma de un bosque húmedo y oscuro, y al mismo tiempo el perfume reconfortante de un café recién hecho. Esa combinación extraña me calmaba, me hacía sentir en paz, casi como si estuviera soñando.
Había vuelto a casa.
Después de convencer a Rikuya de que no asesinara a nadie —bueno, no es que haya usado esa palabra exactamente, pero estoy seguro de que lo pensó— y de soportar el interrogatorio de Amelia, que prácticamente me preguntó tres veces si estaba secuestrado o retenido en contra de mi voluntad. Esa parte terminó conmigo doblado de la risa, tanto que el estómago me dolía todavía.
El lugar me recibía con su habitual orden. Tranquilo. Silencioso. Cálido. Como si nada hubiera pasado, como si las tormentas de hace unas horas fueran parte de otra vida.
—Te ves mejor.
La voz de Rikuya sonaba distinta, más suave, como si por primera vez no quisiera intimidar, sino consolar.
—Sí… —fue lo único que pude responder.
Él asintió despacio, casi como si se tranquilizara a sí mismo con mi respuesta. Luego, ladeó un poco los labios en una sonrisa discreta.
—Acompáñame.
—¿A dónde? —arqueé una ceja con curiosidad.
—Tú solo ven.
Se adelantó unos pasos y abrió la puerta, quedándose de espaldas a mí, claramente esperando que lo siguiera. No lo hice esperar: me levanté y caminé a su lado. Su mirada, cuando me observó de reojo, parecía debatirse entre querer decir algo y no atreverse. Sus labios temblaban apenas, como si una palabra mal colocada pudiera derrumbar el momento.
Al final, simplemente empujó la puerta.
Me mostró un cuarto nuevo. Era parecido al suyo, pero tenía un detalle que lo hacía especial: en lugar de una ventana había dos tragaluces en el techo, por donde la luz natural caía como un par de columnas brillantes. La cama estaba vestida con sábanas verdes, y en la mesita descansaba una lámpara pequeña en forma de hongo, proyectando una iluminación cálida.
—Ahora… esta será tu habitación —dijo él, evaluando con atención cada reacción en mi rostro.
¿Mi… habitación?
Eso explicaba el color verde en la cama. Y la lámpara. Y ese aire de espacio preparado, pero esperando a alguien.
De inmediato, mis ojos comenzaron a arder. Las lágrimas amenazaban con salir, pero por primera vez no eran de tristeza, enojo o impotencia. Era una felicidad rara, nueva, acompañada de calma. Algo que nunca creí que pudiera sentir.
Mordí el interior de mi mejilla para contenerme, pero fue inútil: mi aroma se volvió más dulce, delatando mis emociones con descaro.
—Gracias —susurré, mirándolo directo—. Es… la primera vez que tengo una.
—¿Una habitación?
Negué suavemente.
—Una cama.
Mi respuesta encendió algo en él. La tensión de sus hombros desapareció, y en su lugar apareció una sonrisa genuina, de esas que rara vez muestra.
—Vamos, estrénala.
No tuvo que repetirlo. Con un poco de fuerza me lancé sobre la cama, rodando de un lado a otro como un niño. Reí solo, disfrutando lo suave que era, el olor a limpio, la sensación de que por fin tenía algo propio.
Quería que todo se quedara así para siempre.
Pero entonces, esas palabras regresaron a mi cabeza como un golpe seco:
"Si no portas un lazo o no estás emparejado, puede llevarte por la fuerza."
Me quedé quieto. Tal vez debía hablar de eso con él.
—Ey, Rikuya…
—¿Sí?
—¿Sabías que existe una ley que dice que mi padre puede llevarme por la fuerza?
Él no respondió al instante. En lugar de eso, soltó un suspiro largo, como si ya hubiera pensado en ese escenario y tuviera clara la respuesta.
Me incorporé en la cama, con el corazón encogiéndose.
—Sí, lo sabía.
—¿Por qué no me lo dijiste entonces?
No era un reclamo. Mi voz salió más nerviosa que molesta. Si lo sabía, ¿no era mejor advertirme?
—No tenía caso.
Lo miré, confundido.
—Bueno… como dijiste que se vería mal que viviéramos juntos y yo propuse que dijéramos que estábamos comprometidos, eso te protege.
Parpadeé varias veces, procesando.
—Si estás comprometido, no pueden llevarte. Aunque no tengamos un lazo, ya estás a un paso de casarte. Eso basta para que no puedan obligarte.
Asentí lentamente. Ahora todo tenía sentido. Aunque mi padre quisiera usar la ley, no podía, no mientras fingiera ese compromiso.
Diablos. Rikuya lo había calculado todo.
El silencio nos envolvió unos minutos. Pero no era incómodo; al contrario, me resultaba tranquilizador, como si todo lo ocurrido antes no hubiera dejado cicatrices… aunque, claro, las marcas en mi piel seguían recordándome que sí había pasado.
Entonces me vino a la mente algo más.
—Oye… lo siento. Tú me dijiste que no fuera, y eso ocasionó todo esto. ¿Tu junta importante tuvo problemas por mi culpa?
Su mirada se perdió en un punto fijo.
—Sí… estaba en medio de la junta cuando recibí tu llamada. Pero entre la junta y tú, tú eres más importante.
Sus ojos chocaron con los míos. Un contraste perfecto: azul contra negro. Y en ese choque había un destello que no sabía describir.
—Has hecho mucho por mí —dije sinceramente—. ¿Cómo puedo agradecerte?
Él llevó una mano a su barbilla, como si lo pensara en serio. Yo, en cambio, me mordía el interior de la mejilla, rogando que no se le ocurriera pedirme algo imposible.
¿Dinero? No lo necesitaba. ¿Deberes en la casa? Eso ya lo hacía Elvia.
Entonces me miró con decisión.
—No tienes que hacer nada. Lo hago porque quiero.
Su voz fue suave, sincera, sin ese tono sarcástico que tanto lo caracterizaba.
Lo toqué con cuidado en el brazo.
—Quiero hacerlo.
Y lo decía en serio. Él había sido tan bueno conmigo que lo mínimo era darle algo a cambio.
Su sonrisa se amplió, transformándose en esa sonrisa coqueta que usaba cuando quería provocarme.