Despertar después de tanto silencio es como salir de un sueño demasiado largo.
Al principio no supe dónde estaba. Todo era una mezcla de luces suaves, olor a sábanas limpias y el sonido tenue de la lluvia afuera. Parpadeé varias veces hasta que mis ojos se acostumbraron a la claridad. El cuerpo me dolía, pero era un dolor lejano, apagado, como si me perteneciera a medias.
El techo me resultaba familiar. El cuarto… también.
El tiempo había pasado, podía sentirlo. No era una siesta, era algo más.
Giré apenas la cabeza y vi un ramo de flores frescas sobre la mesa.
Mariposas.
No recordaba haberlos visto antes de cerrar los ojos.
Respiré profundo y me dolió el pecho, pero no era un dolor físico. Era esa mezcla rara entre alivio y miedo que solo aparece después de sobrevivir a algo que no se entiende del todo.
La puerta se abrió despacio y la figura del doctor llenó el marco.
—Buenos días, Itsuki. —Su voz era amable, cálida, como si me hablara a través de una nube—. Por fin despiertas.
—¿Cuánto… tiempo dormí? —pregunté, la garganta áspera.
—Tres días completos —respondió con una sonrisa, acercándose—. Tu cuerpo necesitaba descansar. ¿Cómo te sientes?
Pensé un momento.
—Cansado. Pero… no tanto como otras veces. Fue menos doloroso.
El doctor asintió, revisándome con cuidado, tomando el pulso, anotando cosas en una pequeña libreta.
—Eso es porque tu organismo reaccionó a las feromonas del señor Rikuya —explicó—. Me contó que estuviste en contacto con su aroma durante el proceso.
Me quedé quieto.
—¿Su… aroma?
—Sí. —Sonrió un poco, como si fuera algo común—. En algunos casos, cuando un Alfa tiene una conexión emocional con un Omega, sus feromonas pueden actuar como un estabilizador. No es frecuente, pero tampoco imposible.
No supe qué responder. Sentí calor en las mejillas, un poco de vergüenza y algo que no podía nombrar.
—Entonces… ¿por eso no dolió tanto?
—Exactamente. —El doctor guardó sus cosas—. No tienes de qué preocuparte. Tu cuerpo reaccionó bien, y eso es buena señal.
Asentí despacio.
“Buena señal.”
No sabía si eso me tranquilizaba o me confundía más.
Cuando se fue, entró Elvia, con esa sonrisa que siempre me hacía sentir en casa.
—Ya era hora de que abrieras los ojos, cariño —dijo, poniendo una bandeja en la mesa—. Te traje algo suave para empezar: sopita y pan.
—Gracias, Elvia —murmuré.
Ella me ayudó a incorporarme y me pasó una toalla tibia para limpiar mi rostro.
—¿Sabes? —comentó mientras me servía—. El señor Rikuya casi no se movió de aquí. Dormía en el sillón del pasillo.
—¿De verdad? —pregunté, intentando imaginarlo.
—Sí. Tiene un buen corazón, aunque no siempre sepa demostrarlo.
Comí despacio. El sabor de la sopa era simple pero reconfortante. Elvia me ayudó a darme un baño, hablándome del clima.
Después de cambiarme, me sentí un poco más humano.
Cuando me recosté, el silencio me envolvió de nuevo. No duró mucho.
Pasos apresurados resonaron en el pasillo y la puerta se abrió con un golpe leve.
—Itsuki. —Su voz. Esa voz.
Rikuya entró agitado, con el cabello despeinado, los ojos cansados, pero vivos.
No me dio tiempo de decir nada. Me abrazó, sin permiso, sin palabras. Solo ese calor inmenso que parecía rodearme por completo.
—Me dijeron que despertaste —susurró—. Vine en cuanto supe.
Sentí cómo su respiración se agitaba cerca de mi cuello, el roce de su pecho contra el mío.
—Estoy bien —dije, apenas un hilo de voz.
—Lo sé, pero tenía que verlo por mí mismo. —Su tono se quebró apenas, y eso me desarmó.
No supe cómo responder. Mis manos se alzaron por instinto y lo rodearon.
Era raro sentirme así: tranquilo en los brazos de alguien.
Nos quedamos un rato así, hasta que él se separó y se sentó al borde de la cama.
—El doctor dice que te recuperarás pronto. Fuiste muy fuerte, Itsuki.
Sonreí, pequeño, tímido.
—No hice nada. Solo… resistí.
—Eso ya es mucho. —Su mirada se suavizó—. Créeme.
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Desperté con el sonido suave de la lluvia golpeando el techo. No era fuerte, más bien un murmullo constante que se mezclaba con el olor a pan tostado y café recién hecho. Desde la cocina podía escucharse el ruido de la espátula contra el sartén; Rikuya, como casi todos los días, estaba preparando el desayuno antes de irse a trabajar.
Me incorporé lentamente, estirando los brazos. A pesar de haber dormido bien, tenía el corazón acelerado, como si algo fuera a pasar. No sabía si era intuición o simplemente ansiedad acumulada.
Cuando llegué al comedor, él ya estaba sentado con una taza de café en la mano, mirando distraído por la ventana. Llevaba la camisa arremangada y el cabello un poco desordenado, lo que no era habitual en él. Parecía… nervioso.
—Buenos días —dije con voz suave, intentando no sobresaltarlo.
Rikuya dio un pequeño respingo, girando la cabeza hacia mí.
—Ah… buenos días, Itsuki. —Me sonrió, pero la sonrisa era extraña, contenida—. ¿Dormiste bien?
Asentí y me senté frente a él. En silencio, empecé a untar mermelada sobre una tostada. El ambiente se sentía distinto, más tenso que de costumbre. Rikuya nunca fue de hablar demasiado, pero ahora parecía estar mordiéndose las palabras.
—¿Ocurre algo? —pregunté finalmente.
Él se aclaró la garganta, dejando la taza sobre la mesa.
—Sí, bueno… —Sus dedos tamborilearon sobre el borde de la porcelana—. Hay algo que necesito decirte.
—¿Pasa algo malo? —Mi voz sonó más temblorosa de lo que quería.
—No, no —negó de inmediato, aunque seguía sin mirarme directamente—. Es solo que… este fin de semana habrá una cena. En casa de mi padre.
Parpadeé.
—¿Una cena?
—Sí. —Asintió una vez—. Él quiere conocerte.
Sentí cómo se me helaban los dedos.
—¿Conocerme…?
—Lo sé, suena repentino —dijo enseguida—, pero no pude evitarlo. Ya se enteró de que vives conmigo y… insistió.