Habían pasado dos meses desde aquella cena en casa del padre de Rikuya.
Dos meses desde que sentí que por fin respiraba sin miedo.
Ahora estaba sentado frente al escritorio, con la laptop abierta y el corazón golpeando en el pecho como si quisiera escapar. La página de resultados todavía no cargaba. En teoría, eran los del examen de acreditación de primaria… aunque, para ser sincero, ya estaba estudiando para el de secundaria. Rikuya decía que no había tiempo que perder, y yo… bueno, quería demostrarme que podía.
Respiré hondo, tamborileando los dedos contra el borde del teclado.
“Cargando… por favor, espere”.
—Claro, cómo no —murmuré, riéndome nervioso.
En la esquina del escritorio, los libros de secundaria esperaban. Matemáticas, historia, biología. Llenos de notas mías con letra apretada, subrayados de colores y hasta marcas de galletas. Me quedé mirando la montaña de papeles y sentí una mezcla rara de orgullo y miedo. Era la primera vez que me esforzaba por algo solo para mí.
Suspiré.
Habían pasado tantas cosas.
Mi padre fue despedido de la empresa del señor Kyo después de aquella cena. No supe los detalles, pero me dijeron que había vendido la casa y se había ido de la ciudad. No intentó contactarme… y aunque dolía admitirlo, una parte de mí se sintió aliviada.
Por primera vez, el silencio no dolía tanto.
Rikuya, por su parte, seguía siendo igual de… él. No muy expresivo, no de palabras grandes, pero lleno de gestos que decían más que cualquier discurso.
De pronto aparecía con mis galletas favoritas, o dejaba mi té preparado justo cuando yo estaba estresado.
A veces, mientras estudiaba, notaba cómo el volumen de su música cambiaba a mis canciones favoritas, como si lo hiciera sin pensarlo.
Y lo que más me sorprendía era que se había aprendido de memoria mi canción favorita, Cure de Akugetsu.
Cada vez que estaba al borde del colapso por los estudios, él entraba con una sonrisa y cantaba bajito alguna parte:
> “Falling stars, brighten the sky,
Don't mean much, to the blur of time”
Nunca imaginé que escucharlo cantar pudiera calmarme tanto.
Mientras seguía esperando la página, escuché la puerta abrirse detrás de mí.
Giré y lo vi entrar. Rikuya traía en una mano una bolsa con cintas doradas y en la otra… un ramo de flores.
No unas flores cualquiera, sino mariposas de color blanco, mis favoritas.
—Felicidades —dijo, extendiéndome el ramo.
Lo miré, confundido.
—¿Felicidades? Pero todavía no sé si pasé…
—Sí lo sabes. —Sonrió con esa seguridad que siempre lo acompañaba—. Confío más en ti que tú mismo.
—Rikuya, ni siquiera ha cargado la página.
—No importa —replicó, y dejó las flores sobre el escritorio—. Pasaste. Lo sé.
Iba a protestar, pero justo en ese momento, la pantalla cambió.
Las letras aparecieron, grandes, claras.
“Acreditado: resultado satisfactorio.”
Me quedé quieto.
Leí dos veces.
Tres.
Y luego solté un grito que probablemente escuchó hasta Elvia en la cocina.
—¡Pasé! ¡Rikuya, pasé!
Me giré sin pensar y lo abracé con todas mis fuerzas.
Él me sostuvo, riendo bajo, hasta que la emoción me ganó por completo… y, sin medirlo, lo besé.
Solo un instante.
Un roce torpe, tibio, lleno de sorpresa.
En cuanto me di cuenta, me separé, con la cara ardiendo.
—Yo… lo siento, no sé qué—
—No te disculpes —interrumpió, su voz suave—. No hiciste nada malo.
Nos quedamos en silencio, respirando el mismo aire, y por primera vez, el silencio no fue incómodo.
—Entonces… —dijo después de un rato—. Supongo que hay que celebrar.
—¿Celebrar? ¿Cómo? —pregunté, todavía temblando un poco.
—Te voy a llevar a cenar. —Su tono fue tan natural que no me dejó opción de negarme.
Pensé en una cena elegante, con velas y cubiertos de plata. Era muy de su estilo. Así que cuando salimos, me puse nervioso, intentando recordar cómo se comportaba uno “bien”.
Pero en lugar de un restaurante caro, terminamos en una fonda pequeña al borde de la ciudad, iluminada con focos cálidos y olor a masa recién hecha.
—¿Aquí? —pregunté, sorprendido.
—Sí. Dijiste que querías algo “bonito y tranquilo”. —Me miró con una sonrisa leve—. Me pareció esto.
Reí bajito, aliviado. —Está perfecto.
Nos sentamos y una señora amable nos entregó el menú. Rikuya lo miró con cara de confusión.
—¿Qué es un… sope? —preguntó, arrugando el ceño.
Tuve que reír. —Te va a encantar. Confía en mí, pediré por los dos.
Pidió refrescos mientras yo explicaba lo que era cada cosa, y cuando llegaron los sopes —con frijoles, crema, queso y carne—, su expresión fue casi cómica.
—Parece… desordenado —dijo.
—Sí, pero sabe increíble —le aseguré.
Dio una mordida con cuidado… y luego otra, más grande.
—Esto está… muy bueno.
—¿Ves? —sonreí—. Sabía que te gustaría.
La noche se llenó de conversación.
Hablamos de cosas sin sentido: mis errores ortográficos, los proyectos que él manejaba, el gato que se metía ala casa y robaba pan.
Era extraño… nunca había hablado tanto sin sentir que debía callar. Con él, las palabras salían solas, como si no pesaran.
Cuando volvimos a casa, el cielo ya estaba oscuro y lleno de estrellas.
Nos despedimos en el pasillo, y cada uno se fue a su habitación.
Yo me quedé mirando la puerta cerrada por unos segundos, con el corazón agitado.
Era raro lo que sentía… calidez, nervios, y algo más que no quería nombrar todavía.
Me acosté.
El cansancio del día me arrastró rápido al sueño.
----
Me desperté en medio de la noche, con el corazón latiendo fuerte contra el pecho. Algo no estaba bien. El aire en mi habitación se sentía pesado, cargado de un calor que se filtraba por debajo de la puerta como una niebla invisible. Parpadeé en la oscuridad, tratando de orientarme. ¿Era un sueño? No, era real. Ese aroma... las feromonas de Rikuya. Siempre habían sido intensas, pero ahora eran como una tormenta, densas y abrumadoras, invadiendo mi espacio sin permiso. Mi cuerpo reaccionó instintivamente, un escalofrío recorriéndome la espalda. ¿Qué estaba pasando?