La luz del amanecer aún teñía el cielo de un rosa pálido cuando abrí los ojos de nuevo. El dolor sordo en mi cintura persistía, un eco insistente de la noche anterior, pero no era solo físico. Una calidez confusa se asentaba en mi pecho, como un fuego lento que reconfortaba en lugar de quemar.
Me giré despacio, sintiendo el roce áspero de las sábanas enredadas en mis piernas desnudas. Rikuya dormía a mi lado, su respiración profunda y rítmica llenando el silencio. Su rostro, siempre tan serio y guardián, ahora parecía suavizado, casi frágil bajo el resplandor tenue. Me permití observarlo un instante, trazando con la mirada la curva firme de su mandíbula, el mechón rebelde de cabello naranja que le rozaba la frente. Anoche había sido un vendaval de instinto puro y anhelo salvaje, pero ahora... solo era Rikuya. Mi Alfa.
Me incorporé con sigilo, conteniendo la respiración para no perturbarlo. El aire aún guardaba vestigios de sus feromonas, suaves como un susurro, un remanente de la tempestad de su celo.
Mi cuerpo se sentía ajeno, pesado y sensible; el aroma terroso y embriagador se adhería a mi piel como una segunda capa. Instintivamente, llevé la mano a mi cuello, donde las marcas palpitaban con un calor sutil, como latidos lejanos. Por primera vez, no me sentía un Omega a la deriva, expuesto al cruel embate del mundo.
Deslicé las piernas al borde de la cama, un leve temblor recorriéndolas, y busqué algo con qué cubrirme. En una silla cercana, hallé una de sus camisas arrugada; me la coloqué. Era enorme, las mangas cayendo holgadas sobre mis manos, pero su esencia —Cafe recién molida y piel cálida— me envolvió como un abrazo invisible, calmando el pulso acelerado de mi corazón.
Caminé hacia la ventana, el suelo fresco bajo mis pies descalzos, y descorrí las cortinas. La luz inundó la habitación, trayendo consigo el trino agudo de los pájaros y el susurro juguetón del viento entre las hojas. Afuera, el mundo fluía impasible: todo tan cotidiano, como si la noche no hubiera reescrito mi existencia.
—¿Itsuki? —La voz ronca de Rikuya, aún espesa por el sueño, me hizo girar en redondo. Estaba sentado en la cama, sus ojos recorriéndome con una mezcla de inquietud y un brillo indescifrable.
—Buenos días —respondí, mi voz temblorosa como de costumbre, aunque esta vez los nervios la agitaban más que el temor.
Se levantó con lentitud, aproximándose como si yo fuera cristal frágil. Su mirada descendió por mi figura, deteniéndose en la camisa prestada. Una sonrisa tímida asomó en sus labios.
—Te queda perfecta —murmuró, pero su gesto se ensombreció al instante—. ¿Estás... estás bien? Anoche... no quería que ocurriera así. No quería descontrolarme.
—No lo hiciste —repliqué, sorprendida por la solidez en mi tono—. Quería ayudarte, Rikuya. Confío en ti. Y no me arrepiento de nada.
Sus ojos se dulcificaron, aunque un velo de culpa aún los nublaba. Acortó la distancia, alzando una mano para acariciar mi mejilla. Su palma era tibia, delicada, como si temiera desarmarme con un roce.
—Itsuki, yo... quiero hacerlo todo bien. No quiero que pienses que te usé, o que fue solo el celo.
Mi corazón dio un brinco violento. Recordé sus palabras previas al torbellino, dichas entre feromonas que empañaban mi juicio. Ahora, bajo la claridad matutina, resonaban como un faro firme.
—Lo sé —susurré, sosteniendo su mirada oscura—. Y yo... yo también lo quería.
Guardamos silencio, perdidos en los ojos del otro. El mundo se detuvo, como si las rígidas leyes del mundo no pudieran tocarnos allí.
Luego, Rikuya me atrajo contra sí, su abrazo impregnado de seguridad y hogar. Apoyé la mejilla en su pecho, el latido constante de su corazón retumbando contra mi oído, su calor filtrándose a través de la tela.
—Haré las cosas bien —juró, su voz grave y resuelta—. Te lo prometo, Itsuki. Nadie te lastimará de nuevo. Ni siquiera yo.
Sonreí contra su piel, la calidez interior expandiéndose como raíces. Pero un pensamiento punzante irrumpió: el exterior no era tan bondadoso. Los Omegas como yo éramos presas fáciles, y aunque Rikuya me resguardaba, las miradas acusadoras, los murmullos venenosos y las normas invisibles acechaban. ¿Qué ocurriría al salir de esta crisálida? ¿Podríamos forjar un futuro sin que el mundo nos aplastara?
—Rikuya —me aparté ligeramente para mirarlo—. ¿Qué haremos ahora? Con todo... la gente, las reglas...
Frunció el ceño, arrancado de su ensoñación. Su rostro se endureció con fiereza.
—No me importa el mundo. Eres mía, Itsuki, y yo tuyo. Si alguien se opone, que me enfrente.
Sus palabras, tan certeras y feroces, me erizaron la piel. No de pavor, sino de un anhelo profundo que aceleró mi pulso. Asentí, sintiéndome, por fin, acompañada en la batalla. Aunque en el fondo sabía que no sería sencillo.
—Vamos a desayunar —propuso de pronto, disipando la tensión con una sonrisa juguetona—. Necesitas reponer fuerzas después de... ya sabes, anoche.
Me ruboricé hasta las orejas, pero una risa burbujeó en mi garganta. —Tú también.
Juntos abandonamos la habitación, dejando atrás la vorágine nocturna. En el pasillo, su mano rozó la mía —un contacto fugaz, pero suficiente para infundirme valor. Sin importar las sombras venideras, lo enfrentaríamos unidos.
El sol trepaba ya, dorando el mundo. Por primera vez en años, creí posible hallar mi rincón en esta existencia implacable. Con Rikuya, todo parecía alcanzable.
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*"Observa la gráfica y responde correctamente las preguntas."*
—¿Gráficas? Ese tema no venía en la guía... ¿o sí?
No bromeaba cuando dije que el examen de secundaria acechaba más cerca de lo deseable.
Un mes. Apenas un mes desde aquella felicitación, y ya estaba sentado en un pupitre, frente a un examen que se evaporaba de mi memoria.
Estaba más nervioso que la primera vez; este era más arduo. Pero también había transcurrido un mes desde que compartimos lecho. Para ser sincero, desde ese día decidí mudarme a su habitación. Claro, con ajustes: mi lámpara reposaba a la derecha, donde siempre dormía, y sus sábanas dieron paso a las mías, de un verde suave que olía a pino fresco.