Un desastre perfecto

20

Desperté con un sobresalto, el mundo borroso y desorientado alrededor. El aire era estéril, impregnado de ese olor químico a desinfectante que me picaba en la nariz, mezclado con un leve aroma a sábanas recién lavadas.

Parpadeé varias veces, tratando de enfocar la vista. No estaba en casa.

Las paredes eran de un blanco impoluto, con paneles de madera elegante que intentaban disfrazar el lugar de algo acogedor, como una suite de hotel en lugar de... ¿un hospital? Sí, eso era. Una habitación VIP, con cortinas gruesas que filtraban la luz del atardecer en tonos dorados suaves, y un monitor pitando rítmicamente a mi lado, como un corazón mecánico.

Mi cuerpo se sentía pesado, como si estuviera hundido en el colchón, y un dolor sordo latía en mi cabeza, extendiéndose hasta mi estómago revuelto.

¿Qué había pasado?

Fragmentos de memoria flotaban: el vestíbulo, mi madre gritando, el golpe ardiente en mi mejilla, el suelo frío contra mi espalda. Y luego, nada. Solo oscuridad.

Intenté incorporarme, pero un mareo me obligó a recostarme de nuevo, el almohadón mullido crujiendo bajo mi peso.
La puerta se abrió con un clic suave, y entró un hombre de bata blanca, con gafas finas y una expresión calmada que no llegaba a sus ojos. Era el doctor, supuse, con un estetoscopio colgando del cuello como un collar profesional. Se acercó con pasos medidos, el suelo acolchado amortiguando el sonido de sus zapatos.

—Señor Itsuki, bienvenido de vuelta —dijo con voz neutra, consultando una tableta en sus manos—. Soy el doctor Harada ¿Se acuerda de mi?, Vamos a revisar sus signos vitales, ¿de acuerdo?

El doctor Harada si no recordaba mal, es el médico familiar de Rikuya aquel que me atención en mi celo y en el de el.

Asentí débilmente, mi voz aún atascada en la garganta. Colocó el manguito del tensiómetro en mi brazo, inflándolo con un zumbido mecánico que apretaba mi piel. El frío del estetoscopio contra mi pecho me hizo estremecer, y el pulso en mis oídos se aceleró. Revisó mi temperatura con un termómetro que pitó rápidamente, y luego iluminó mis ojos con una linterna pequeña, el haz brillante pinchando como agujas.

—Todo parece estable —murmuró, anotando algo—. ¿Cómo se siente? ¿Dolor de cabeza? ¿Náuseas?

—Un poco de todo —respondí, mi voz temblorosa, como siempre, dividida entre el cansancio y la confusión—. Me duele la cabeza... y el estómago, como si estuviera revuelto.

Él asintió, sentándose en una silla junto a la cama con un suspiro suave. —Bien. ¿Recuerda lo que pasó antes de desmayarse?

Tragué saliva, el sabor metálico en mi boca recordándome la nariz entumecida. —Mi... mi madre. Vino a verme. Gritaba, me golpeó. Luego, todo se volvió negro.

—Entendido. Fue un episodio de estrés agudo, combinado con algo más. ¿Ha estado sintiéndose mal del estómago últimamente? ¿Náuseas frecuentes, quizás fatiga?

Pensé en las últimas semanas: las mañanas donde el aroma del desayuno me revolvía las tripas, las veces que me saltaba la comida por nervios o estudio.

—Sí, pero creía que era por saltarme el desayuno a veces. O por el estrés de los exámenes. Nada grave.

El doctor se inclinó hacia adelante, su expresión volviéndose seria, como si midiera cada palabra. El aire se espesó de pronto, cargado de una tensión que me erizó la piel.

—Itsuki, hemos realizado algunos análisis de rutina. Y... hay una explicación para esos síntomas. Tiene tres semanas de embarazo.

El mundo se detuvo. Mi corazón martilleó contra mis costillas, un tambor sordo que ahogaba todo.

¿Embarazo? No, imposible. Sacudí la cabeza, el pánico subiendo como bilis.

—No... no puede ser. Usted vio que tomé la pastilla. La preventiva, después de su celo. Usted mismo me la entregó.

Él suspiró de nuevo, cruzando las manos sobre su regazo.

—A veces, no son efectivas al cien por ciento. Factores como el estrés, el timing o incluso variaciones biológicas pueden interferir. En su caso, no funcionó.

Me quedé helado, el estómago retorciéndose en nudos. ¿Un bebé? ¿Dentro de mí? El pánico me envolvió como una manta fría, mi respiración acelerándose en jadeos cortos. No sabía cómo reaccionar; mis manos temblaban sobre las sábanas, aferrándolas como ancla.

¿Qué iba a hacer? Rikuya... ¿qué diría él?

El doctor carraspeó, rompiendo el silencio opresivo.

—Entiendo que están en una fase de cortejo. Usted es joven, con planes: estudios, exámenes. Deben hablarlo. Si deciden interrumpir el embarazo, hay opciones seguras. Es su elección.

Al oír "interrumpir", algo se rompió dentro de mí. Mi corazón se apretujó, un dolor agudo que me dejó sin aliento, como si me hubieran golpeado en el pecho. Y entonces, lo sentí: mi Omega interno despertando, un rugido primal en mi mente que ahogaba todo lo demás.

¡Ni se te ocurra!, gritó, su voz un eco feroz y protector. Ese cachorro es nuestro. No lo toques.

El doctor se levantó, percibiendo mi turbulencia.

—Tómese su tiempo. Volveré más tarde. Llame si necesita algo.

La puerta se cerró con un clic, dejando el silencio zumbando en mis oídos. Me acurruqué en la cama, las sábanas ásperas contra mi piel caliente, lágrimas picando en mis ojos.

¿Qué voy a hacer?, pensé, el pánico girando como un torbellino.

Estoy asustado. ¿Y si Rikuya no lo quiere? ¿Y si me deja? Soy un Omega, con sueños... estudios, una vida por delante. ¿Cómo encaja un bebé en esto?

Pero mi Omega interno no se callaba, su presencia cálida como un abrazo invisible, calmando el caos.

Tranquilo, Itsuki. Piensa bien. Él te quiere. Lo sabes. Nos eligió.

¿Elegir?, respondí en mi mente, confuso, el latido de mi corazón retumbando. ¿A qué te refieres? No entiendo.

Una oleada de recuerdos ajenos fluyó, como un río desbordado: imágenes borrosas de infancia, un Alfa joven —Rikuya— mirándome con ojos intensos.

El vínculo empezó cuando éramos niños, explicó mi Omega, su voz suave pero firme. Él se imprimió en ti hace años, marcándote como suyo en lo profundo. Y tú... te imprimiste en él ese día del celo. Es real, Itsuki. Inquebrantable. No te abandonará.



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En el texto hay: omegaverse, confusion, chicoxchico

Editado: 29.10.2025

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