Nota: Este capítulo no está basado en un mundo omegaverse
La puerta de la sala crujió con ese sonido familiar, el que siempre tenía cuando Rikuya llegaba tarde de una de sus largas noches en la constructora ,un clic suave seguido de un leve chirrido, como si la casa misma lo recibiera de vuelta con un suspiro de alivio.
Me quedé congelado en la cocina, la taza de café en mi mano temblando un poco, el vapor subiendo en espirales que olían a mañanita y a rutina diaria.
*No puede ser*, pensé, mi corazón dando un vuelco que me dejó sin aire, un latido errático que no había sentido así desde... bueno, desde antes.
El mundo se inclinó un segundo, el reloj de la pared marcando las once con un tictac que de repente sonaba demasiado real, demasiado cerca. Y allí estaba él, cruzando el umbral con esa zancada casual que siempre tenía, quitándose la chaqueta negra salpicada de gotas de lluvia nocturna, su cabello revuelto como si el viento de la ciudad lo hubiera peinado a su antojo. Sus ojos oscuros me encontraron al instante, esa mirada profunda que siempre me hacía sentir visto, entero, como si mis grietas fueran solo líneas de una historia que él conocía de memoria.
—Suki—dijo, su voz grave y ronca cortando el silencio como un abrazo largo, y por un momento, el tiempo se detuvo el café en mi mano caliente de nuevo, el aire llenándose de su sándalo sutil, ese aroma que era hogar, que era él, que me hacía temblar de una manera que dolía y sana al mismo tiempo.
No pregunté. No podía.
Mi voz salió temblorosa, dividida entre el nudo en la garganta y la risa que burbujeaba debajo, como si el mundo acabara de doblarse para darme un respiro que no merecía.
—Rikuya... estás... estás aquí. Ven, siéntate. Preparé café, pero... es de anoche. ¿O es mañana? Dios, qué hora es.
Me giré hacia la mesa, mis manos aún flotando en el aire como si temiera tocarlo, y señalé la silla que siempre era suya, la de madera con el respaldo tallado que él mismo había arreglado un domingo lluvioso.
—La cena está fría, pero hay tamales recalentados. Mole, como te gusta. Extra chile. No preguntes por qué; solo... lo hice.
Él rio, ese sonido bajo y ronco que vibraba en mi pecho como en los días buenos, soltándome para quitarse la chaqueta y colgarla en el perchero de la entrada, el gesto tan cotidiano que por un segundo olvidé que esto no era una noche cualquiera o lo era, la de siempre, la que anhelaba sin decirlo.
—Extra chile, ¿eh? Sabes cómo ganarme, Suki. —Se sentó a la mesa, el mantel crujiendo bajo su peso, y tomó la taza que le ofrecí, sus dedos rozando los míos un segundo de más, cálidos, reales, como si el frío de la noche no lo hubiera tocado.
— ¿Día largo? Hueles a... consultorio. ¿Cuántos pacientes hoy? ¿Ese chico que te tenía preocupado, el de los sentimientos reprimidos? Cuéntame. ¿Le dijiste lo del "puente invisible"? ¿O seguiste con la historia de tu abuela, la de "los lazos que se eligen, no se imponen"?
Me senté frente a él, mi cuerpo aún temblando como si una corriente eléctrica me hubiera rozado, pero su presencia lo calmaba todo, como siempre el café caliente en mis manos, el aroma del mole calentándose en el microondas que zumbaba en el fondo como un ronroneo familiar.
Mordí un pedazo de pan de muerto que había dejado en la mesa, su crujido dulce rompiendo el silencio, y dejé que las palabras fluyeran, natural, aunque mi voz salía entrecortada, temblorosa en las pausas como si temiera que el sonido lo espantara.
—Tres pacientes. El de los sentimientls.. sí, le hablé del puente. "No es una cadena" le dije, como tú me lo decías a mí "es un lazo que eliges soltar o apretar". Salió llorando, pero de los buenos, ¿sabes? Como cuando... cuando me contabas tus días en la constructora, y yo lloraba de risa por tus jefes ridículos, los que "exigían perfumes de liderazgo" en las reuniones. ¿Y tú? ¿Qué tal la obra nueva? ¿Sigue lloviendo en el sitio, o ya pusieron el techo? ¿O fue otra de esas noches donde terminas resolviendo problemas de plomería a medianoche?
Él sorbió el café, sus ojos oscuros fijos en los míos con esa intensidad que me desarmaba, como si viera cada grieta que intentaba esconder detrás de la charla ligera, y masticó despacio un trozo de tamal que saqué del microondas, el vapor subiendo con un aroma que llenaba la cocina de normalidad prestada.
—Sol de día, lluvia de noche. Como siempre. El techo está a medias; mañana traigo el equipo para terminar. ¿Te acuerdas de esa vez que tú abuela vino a visitarnos y nos pilló discutiendo por el mole quemado? "¡Rikuya, deja que el cocine! Sus manos tienen magia, no fuego". Y tú, rojo como tomate: "Abuela, lo juro, fue la estufa". Dios, Suki... esas noches. Las extraño, ¿sabes? Las de nosotros tres —tú, yo, el sofá— con Netflix y tamales recalentados, tú roncando a la mitad de la película porque "el villano me aburre".
Reí, el sonido saliendo natural, aunque con un temblor que el mole no calmaba del todo, mi mano extendiéndose sobre la mesa para rozar la suya, sus dedos cálidos respondiendo con un apretón que me anclaba.
—Las extraño tanto que a veces duele. El sofá hundido por nuestro peso, tú cambiando el canal cuando yo me dormía: "Suki, no ronques; el villano es bueno". Y yo: "Cállate o te marco con el control remoto". Pero... ¿y si pudiéramos tener más noches así? No solo... no sé, las de ahora. ¿Qué harías si pudiéramos volver? ¿Cambiarías algo? ¿Menos reuniones, más días en la playa?
Él dejó el tamal a medio comer, su mano cruzando la mesa para tomar la mía, sus dedos entrelazándose con los míos como si el tiempo no hubiera tocado su tacto, su pulgar trazando círculos en mi palma que calmaba el pulso errático en mi pecho.
—Cambiaría las mañanas sin ti en la cama. Despertar y ver tu lado vacío, el café enfriándose en la cocina. Pero... no cambiaría lo nuestro. Ni las peleas por el control remoto, ni las veces que me despertabas a medianoche con "Rikuya, cuéntame un cuento de brujos". Eres mi cuento, Suki. Mi final feliz. ¿Y tú? ¿Qué cambiarías? ¿Menos pacientes, más días en la playa? ¿O solo... más de esto?