El lápiz se me resbalaba entre los dedos sudorosos, dejando un rastro de grafito borroso en el margen de la hoja.
Las ecuaciones de álgebra me miraban de vuelta como jeroglíficos de un idioma olvidado:
*x + 2y = 5*, *3x - y = 7*.
¿Por qué demonios tenía que resolver para *x* e *y* como si el mundo dependiera de ello?
La prepa era un monstruo devorador de horas, con sus guías interminables y profesores que hablaban como si el futuro entero se redujera a variables invisibles.
Me recosté en la silla de mi escritorio improvisado, una mesa plegable junto a la ventana del cuarto del bebé en remodelación, el respaldo crujiendo bajo mi peso, y froté mis ojos cansados.
El sol de la tarde filtraba a través de loa tragaluces semitransparentes, calentando mi vientre redondeado, un recordatorio suave de que ya habían pasado tres meses desde esa noche en el hospital.
Tres meses de náuseas que cedían a antojos de picante con helado, de ecografías donde el latido del cachorro sonaba como un tambor lejano y valiente. Y en dos días... el juicio de mi padre.
El aire en la habitación olía a pintura fresca y a madera recién lijada,Rikuya había insistido en armar el cuarto él mismo, con estantes curvados y un móvil de estrellas que colgaba del techo como un cielo en miniatura. Pero ni ese aroma reconfortante podía ahuyentar el nudo en mi estómago, más pesado que cualquier ecuación.
Cerré el libro con un golpe seco, el sonido reverberando en el silencio de la casa vacía. Rikuya estaba en una reunión, pero su feromonas aún perduraban en las sábanas dobladas en una esquina, un hilo invisible que me ataba a él.
Mi mente divagó, como siempre lo hacía cuando el álgebra me vencía, hacia esa conversación de hace un mes.
Fue una noche de lluvia torrencial, el agua azotando las ventanas como dedos impacientes. Estábamos en la sala, acurrucados en el sofá con una manta tejida por Elvia,suave como nubes, oliendo a lana y a lavanda. Yo tenía la cabeza en su regazo, sus dedos peinando mi cabello con esa ternura distraída que me hacía ronronear por dentro.
El cachorro pataleaba levemente entonces, un aleteo de mariposa que me hacía sonreír a pesar de todo.
—Rikuya —había dicho, mi voz temblorosa, dividida entre la determinación y el miedo que me picaba la garganta—. Quiero ir al juicio. Al de mi padre. Necesito verlo... cerrar ese capítulo.
Él se tensó debajo de mí, sus dedos deteniéndose en mi cuero cabelludo. El aroma de sus feromonas se espesó, un matiz amargo de protección y rabia filtrándose en el aire como humo.
—No, Itsuki. No es necesario. Déjame manejarlo. Ese hombre no merece ni un segundo de tu tiempo, menos ahora, con el bebé y tus exámenes.
Me incorporé, el sofá crujiendo, y lo miré a los ojos. Eran oscuros, tormentosos, reflejando la lluvia que golpeaba el vidrio.
—Justamente por eso. Porque soy un Omega, porque el mundo siempre me ha tratado como algo frágil que hay que esconder... quiero estar ahí. Quiero ver justicia, no solo oírla de segunda mano. Por mí. Por el cachorro. Para que sepa que no huimos de los monstruos.
Suspiró, un sonido profundo que vibró en su pecho, y me atrajo contra él, su mano descansando en mi vientre como un escudo.
—Me aterra —admitió, su voz ronca, baja como un trueno lejano—. Que te lastime de nuevo, aunque sea con palabras. Que reviva todo eso. Pero... si es lo que necesitas para sanar, iré contigo. No te dejaré solo ni un instante.
Asentí, enterrando la cara en su cuello, inhalando su esencia tostada que calmaba el pulso errático de mi corazón.
—Gracias, Kuya. Te amo.
—Y yo a ti —murmuró, besando mi sien—. Pero prométeme que si es demasiado, nos vamos. Inmediatamente.
Volví al presente con un parpadeo, el lápiz aún en mi mano, ahora mordisqueado en el extremo.
Esos tres meses habían sido un torbellino suave, como hojas girando en un viento otoñal. La prepa avanzaba a trompicones: aprobé el examen de secundaria con notas decentes, aunque el álgebra seguía siendo mi némesis, y ahora las clases nocturnas en línea me devoraban las tardes, con Rikuya trayéndome té de menta cuando me veía fruncir el ceño ante la pantalla.
El embarazo florecía; mi vientre era una curva gentil bajo las camisetas anchas, y las ecografías mostraban un perfil diminuto con nariz respingada
—"Igualita a ti", bromeaba Rikuya, aunque el doctor aún no confirmaba el género.
Nuestra relación se había profundizado, como raíces en tierra fértil: noches de masajes en la espalda que terminaban en risas tontas, planes para la boda —una ceremonia pequeña, en un jardín con flores, nada ostentoso—, y feromonas que se entretejían en la casa como un tapiz invisible de hogar.
Elvia se había convertido en una abuela postiza, horneando galletas de piñon que calmaban mis antojos y contándome historias de sus propios hijos para "prepararme".
Incluso Amelia había visitado, trayendo pañales diminutos y abrazos que olían a perfume floral, sus ojos brillando con una emoción que no había visto en años.
Todo parecía encajar, como piezas de un rompecabezas que por fin encontraba su lugar.
Pero el juicio... ah, el juicio acechaba como una sombra alargada. En dos días, entraría en esa sala fría, con bancos duros y el eco de voces formales, y vería a mi padre ese hombre que una vez fue mi mundo, ahora reducido a un acusado esposado.
¿Qué sentiría? ¿Rabia? ¿Piedad? ¿O solo un vacío que me tragara entero?
Mi Omega interno susurraba calma, recordándome el vínculo con Rikuya, el latido del cachorro como un ancla. Pero el miedo era real: miedo a que sus ojos me miraran con odio renovado, a que mi madre estuviera allí, susurrando veneno desde la galería, a que el pasado me alcanzara y me arrastrara de vuelta a esa casa donde era invisible, prescindible.
Me levanté, dejando el libro abierto en la mesa, y caminé hacia la ventana. Afuera, las hojas de los árboles danzaban en una brisa fresca, teñidas de rojos y dorados tempranos.